sábado, 28 de noviembre de 2009

Adventistas ante la guerra y la paz

Por Jonás Berea (jonasberea@gmail.com)
http://yoestoyalapuerta.blogspot.com/

La red de noticias ANN informa de que el 9 de octubre Jan Paulsen, presidente mundial de la Iglesia Adventista, emitió un comunicado sobre la concesión del Premio Nobel de la Paz a Barack Obama (la alocución de Paulsen se puede escuchar completa, en inglés, en un breve vídeo). El dirigente adventista felicitaba a Obama el mismo día en que recibió el premio, y consideraba que se le ha otorgado como reconocimiento a «las señales que ha dado el presidente Obama dirigidas a librar al mundo de la amenaza nuclear», así como a su esfuerzo por colaborar con «las naciones del mundo en interés de la civilización».

La valoración de Paulsen se parece mucho a la que ese mismo día emitió el portavoz vaticano Federico Lombardi (hago esta comparación sin insinuar que haya relación entre uno y otro comunicado). Lombardi destacó «el compromiso mostrado por el Presidente Obama por la promoción de la paz en el campo internacional, y en particular, también recientemente en favor del desarme nuclear», y añadió: «Se augura que este importantísimo reconocimiento aliente ulteriormente este compromiso difícil pero fundamental para el futuro de la humanidad, para que pueda traer los resultados esperados» (Zenit, 09/10/2009).

En el caso del Vaticano, resulta comprensible la felicitación a Obama, y la mención del asunto nuclear. El trasfondo internacional en esta cuestión es la campaña que Estados Unidos está dirigiendo contra Irán, con la excusa del programa de energía nuclear para fines civiles de este país asiático. Desde que comenzaron las amenazas de Estados Unidos y sus satélites (mientras los principales mass media se empeñan en hacer ver que las amenazas proceden de Irán), el Vaticano se ha pronunciado de forma un tanto velada pero suficientemente clara a favor de las posiciones norteamericanas. Actualmente estamos presenciando una intoxicación similar a la que el país norteamericano siguió con Irak en 2002-2003, acusando al país árabe de esconder “armas de destrucción masiva” (ADM). Después vinieron la salvaje invasión y la abominable guerra, que hoy continúa, junto al reconocimiento explícito por parte de los agresores de que no existían tales ADM.

En este contexto de guerra inminente contra Irán, no hay motivos para alegrarse por que Obama reciba el Nobel de la Paz. Irán, no lo olvidemos, sufrió una terrible guerra en los ochenta por parte del Irak de Sadam Huseín, cuando éste era aliado de Estados Unidos. Es posible que Obama llegue a agredir a Irán (aunque se venderá como una guerra “defensiva”, o “preventiva”). ¿Mantendrá en tal caso Paulsen la felicitación al laureado presidente? ¿Él, que ha calificado a sus compatriotas noruegos de “valientes” por conceder ese premio, tendrá la valentía de colgar otro vídeo en Youtube condenando la guerra?

Pero no es necesario esperar a que se cumplan esas amenazas de guerra a Irán para valorar si Obama merece ese premio. Basta comprobar los atentados contra la paz que el flamante premio Nobel está llevando a cabo: mantenimiento de la ocupación de Irak; intensificación de la guerra de Afganistán (iniciada por Estados Unidos, quien atribuyó los atentados del 11-S a Bin Laden, y acusó a los talibanes afganos de protegerlo, todo ello falso); en el contexto de esa guerra, incursión militar en el territorio de Pakistán; como recuerdo de ella, numerosos detenidos desde 2001, bajo la acusación genérica de “terrorismo” pero sin ningún cargo formal (por tanto, secuestrados ilegalmente por el gobierno de Estados Unidos). Fueron recluidos en el campo de concentración de Guantánamo, sobre cuyo cierre en casi un año de gobierno no se han obtenido más que promesas. Guantánamo en realidad sólo es la punta del iceberg de toda una red de cárceles flotantes y vuelos secretos de la CIA donde infinidad de “sospechosos” son torturados y están privados de sus derechos y garantías más básicos. A ello hay que sumar el posicionamiento de Obama en el conflicto palestino-israelí, abiertamente favorable al estado sionista, o su negativa a firmar el tratado de minas antipersonales.

¿Son esos motivos para felicitar al presidente de los Estados Unidos? Uno podría pensar que Jan Paulsen simplemente está despistado, y en una visión superficial sólo ha considerado el discurso, aparentemente conciliador, de Obama. Ojalá sea así. Analicemos algunos precedentes para considerar el asunto en perspectiva.



Ante la guerra de Irak



Cuando en noviembre de 2002 se estaba gestando la invasión de Irak, el presidente de la iglesia mostró su preocupación por la creciente aceptación del militarismo entre los adventistas, y puso énfasis en la tradicional postura no combatiente de nuestra iglesia. «Yo defiendo esa postura», comentó, «y tal vez como iglesia debamos prestar de nuevo la debida atención a ella» (Adventist Review, noviembre de 2002).

Una vez comenzada la agresión, el Departamento de Comunicaciones de la Iglesia Adventista mundial, en nombre de la Oficina del Presidente, emitió una declaración en la que se decía, entre otras cosas: «En tanto que miembros de una comunidad de fe, activa en todas las naciones de la tierra, no podemos contemplar a ningún país como una nación de maleantes, sino que hemos de verlos más bien como personas por las cuales el Hijo de Dios, Jesucristo, entregó su vida. Recordamos en estos momentos a los cientos de miembros de nuestra iglesia en Irak […]. Las iglesias no deberían ser conocidas solamente por sus contribuciones espirituales, aun siendo éstas de carácter básico, sino también por su apoyo a la calidad de vida, y a este respecto la acción pacificadora resulta esencial. Llamamos a los cristianos y a la gente de buena voluntad de todo el mundo a tomar un papel activo en hacer y sostener la paz, siendo así nosotros parte de la solución en vez de ser parte del problema» (ANN, 20/03/2003).

Aunque habría sido deseable una posición más firme de apoyo a todo el pueblo iraquí, y de condena a los agresores, la dirección era la buena. El problema es que, mientras tanto, numerosos soldados adventistas participaban en la invasión de Irak. Recordemos que en Estados Unidos el servicio militar no es obligatorio, por lo que hay hermanos nuestros que están eligiendo esa carrera como opción profesional, en contra de la posición tradicional de no combatientes mantenida por nuestra iglesia.

En una visita de Paulsen a España, la Revista Adventista le realizó una entrevista (número de abril de 2005, pág. 9) en la que se le preguntaba por estas circunstancias. El presidente de la iglesia respondía: «La postura oficial de nuestra iglesia es y ha sido siempre la de no combatientes, no somos partidarios de tomar las armas y participar en una guerra. Yo siempre he sentido, como muchos de mis compañeros, que debemos animar a los jóvenes adventistas a elegir otras profesiones. Ha habido momentos en la historia en que jóvenes adventistas han tomado las armas para luchar, y en aquellas ocasiones también se les aconsejó que no lo hicieran. Es difícil comprender que alguien vaya a la guerra por elección propia cuando puede tomar otra decisión. Pero esto ha sucedido, y la Iglesia nunca ha hecho de este punto motivo de desfraternización. Como pastor me preocupa que esto haya sucedido y suceda, y desearía que no fuese así, porque no encaja en nuestra posición histórica de no combatientes».

Paulsen añadía: «Es necesario tener en cuenta que se trata de una cuestión cultural, que existen argumentos de solidaridad con los intereses de un país y que en este contexto muchos jóvenes consideran que deben defender su país como expresión de lealtad como ciudadanos. Con esto quiero dejar constancia de que esto sucede, no estoy mostrando un posicionamiento de la iglesia, sino una constatación de la realidad. La iglesia dice: “Si esa es tu postura, nosotros seguiremos pastoreándote.” Por tanto, por una parte el asunto me preocupa, pero por otra parte reconozco que hay una razón cultural de lealtad a un país y la iglesia no lo considera incompatible con ser adventista

La Revista Adventista de julio de 2005 (pág. 12) publicaba una carta de una hermana en respuesta a estas declaraciones de Paulsen, en la que se daba justa respuesta a las mismas: «No estoy muy segura, y no sé yo si al invadir los norteamericanos un país como Irak, injustamente, por la fuerza, alegando mentiras y por intereses creados, los soldados adventistas si los hubiese en Irak, estaría justificado defenderse luchando. […] Pero que los soldados “adventistas” estadounidenses vayan a Irak a matar a su prójimo en una guerra cruel e injusta, impuesta por la fuerza, por mucho patriotismo y solidaridad que quieran tener con su país, no están representando ni a Dios ni a su iglesia (¡es muy grave!). No han entendido este mensaje ni la singularidad del mismo». Haciéndose eco de la noticia que narraba cómo un soldado estadounidense había rematado a un iraquí, la carta continuaba: «Hermano Paulsen: No puedo imaginarme (y pudiese haber sido el caso) a un soldado adventista norteamericano, rematando a un iraquí moribundo “porque las normas del combate sean así”, en vez de llevarle evangelio eterno. […] Si no nos posicionamos claramente, podemos entrar en un relativismo y pluralismo de pensamiento en el que todo vale, perdiendo así nuestra identidad.»



Reagan, Bush, Ashcroft… ¿ejemplares?



Las intervenciones inoportunas (por utilizar un adjetivo benévolo) del presidente de la iglesia en materia política no se limitaron al asunto de la guerra. Por ejemplo, cuando falleció el ex presidente de Estados Unidos Ronald Reagan en junio de 2004, Paulsen emitió un comunicado de condolencia en nombre de «la familia adventista» mundial, en el que valoraba así su figura: «Recordamos al Presidente Reagan como un hombre de optimismo y dedicación, que dotó de un fuerte liderazgo a su nación y al mundo libre durante una era difícil. Fue un hombre que sostuvo la libertad como valor supremo, y expresó ese valor en toda oportunidad. La defensa firme de la libertad religiosa por parte del Presidente Reagan es un legado perenne de su administración» (ANN, 08/06/2004). Paulsen parecía olvidar que fue ese presidente el que bombardeó Libia, promovió un polémico despliegue militar (conocido como “la guerra de las galaxias”) y financió la Contra nicaragüense con fondos ilegales obtenidos de la venta de armas a Irán (entre otras acciones éticamente reprobables). Pero, aparte de esas acciones, para la escatología adventista su presidencia tiene un significado especial, en cuanto que rompió con el tradicional distanciamiento político de Estados Unidos con el Vaticano, dando inicio a las relaciones diplomáticas con la sede papal, y organizando acciones de espionaje y acción política conjunta con la Iglesia Católica en los países del este de Europa (lo que se conoció como “la Santa Alianza”). Sus ocho años de mandato supusieron el impulso definitivo a la acción combinada de católicos y evangélicos derechistas para dirigir la política según una supuesta “ética cristiana”, y en definitiva ir erosionando la separación iglesia-estado. El presidente que de forma abierta había dado inicio a la colaboración entre la bestia marina y la bestia terrestre con voz de dragón de Apocalipsis 13 (según la interpretación oficial adventista), era valorado positivamente por el máximo representante de nuestra iglesia.

Cuando en la entrevista citada se le preguntó por este punto, contestó: «Por favor, comprenda que la sede de nuestra iglesia está en Estados Unidos y que Ronald Reagan fue una figura muy significativa dentro y fuera de ese país. […] Debemos reconocer que su liderazgo, aunque secular, aportó mucho a la consecución de beneficios y libertades que gozamos actualmente. No comprendo que no se pueda realizar esta muestra de respeto o simpatía. Yo lo hago a una gran variedad de personas, aunque no esté de acuerdo con todo lo que hayan dicho o hecho. Creo que las condolencias expresadas en esta ocasión en absoluto comprometieron el espíritu y los valores de la Iglesia». Al preguntársele si, por tanto, como representante mundial de la iglesia, presentaría condolencias ante el fallecimiento de los [ex] presidentes de cada país del mundo, respondió: «Evidentemente no. Nuestra sede no se encuentra en ningún otro país. Nosotros estamos donde estamos y debemos actuar en donde estamos».

Ante semejantes posiciones, no es de extrañar que en alguna ocasión hubiera hermanos que propusieran el desplazamiento de la sede de la iglesia a un país menos implicado en la política mundial. Es obvio que la ubicación de la sede en Estados Unidos contamina a nuestros representantes mundiales de la visión geopolítica predominante en aquel país. Lo grave es que precisamente los adventistas llevamos más de cien años advirtiendo de la deriva totalitaria que Estados Unidos protagonizaría, según Apocalipsis 13; siendo que esta profecía se está cumpliendo palmariamente, resulta trágico ver que la dirección mundial de la iglesia no es capaz de desembarazarse de una visión contraria a las libertades y favorable a la imbricación de la religión y la política con objetivos “patrióticos” e imperialistas, propias del entorno político de Estados Unidos. Así se pudo ver, en aquellos años, en algunos comentarios recogidos en el librito de Escuela Sabática, que contenían elogios a personajes como el presidente G. W. Bush (cuyas agresiones a la dignidad humana son bien conocidas por todos) o a su ministro de Justicia John Ashcroft (destacado representante de la extrema derecha religiosa, contrario a la separación iglesia-estado y promotor de la ominosa Ley Patriot de 2001, que socava derechos fundamentales de los ciudadanos y establece las bases para una dictadura en Estados Unidos).



Adventistas a favor y en contra de la guerra




Volviendo a la guerra de Irak, al comenzar ésta en 2003, William G. Johnsson, el editor de la Adventist Review, explicó que había habido lectores que escribieron animando a participar en manifestaciones contra la guerra, pero que también hubo otros que preguntaban por qué la revista no había apoyado abiertamente la guerra de Irak; la política editorial fue no publicar ninguno de esos artículos para evitar la “controversia”. Y concluía Johnsson: «El mundo está polarizado, y el diablo también quiere polarizar la iglesia. Como publicación dirigida a la familia adventista mundial, la Review pretende construir la unidad, de modo que nos contuvimos para no declararnos a favor o en contra. Saludamos a los hombres y mujeres adventistas del ejército que entregan sus vidas en el frente de Irak. Respetamos su conciencia y les agradecemos su servicio. A la vez, sentimos la necesidad de reafirmar a los adventistas de cualquier lugar que la posición de nuestra iglesia, que se retrotrae hasta Ellen y James White en la época de la Guerra Civil, es la cooperación con las autoridades a través de funciones no combatientes». “Entregan sus vidas”, decía Johnsson; pero no precisaba que lo hacen segando otras vidas, entre ellas las de decenas de miles de civiles. Trágica posición la de sacrificar un principio ético fundamental en aras de la supuesta unidad…

Una de las muestras de militarismo más lamentables en nuestro medio fue la del ya fallecido teólogo italiano, residente en Estados Unidos, Samuele Bacchiocchi quien, en su artículo Was the iraqi war biblically justified? se refería a la «liberación» de Irak, afirmaba que la guerra es «inevitable», justificaba que las “naciones cristianas” llevaran a cabo guerras contra regímenes como el de Sadam Huseín, denigraba a los pacifistas, asumía todas las falsedades oficiales sobre la extrema maldad del dictador iraquí sin mencionar el apoyo que durante años recibió de Estados Unidos y Occidente en general, instaba a «agradecer a Dios como cristianos por el valiente liderazgo del presidente Bush y el primer ministro Tony Blair», y explicaba el «Papel Providencial de los Estados Unidos». Además afirmaba que «Dios está utilizando a Estados Unidos hoy» basándose en el argumento de que Dios utilizó a naciones en el pasado, según el testimonio de los profetas del Antiguo Testamento (con lo cual Bacchiocchi, quizá sin pretenderlo, se estaba erigiendo en profeta inspirado por Dios que es capaz de revelar la voluntad divina en el curso de la historia política). Añadía: «El Señor ha usado las fuerzas de la coalición para poner fin al régimen despiadado de Sadam Huseín y ayudar a los iraquíes a establecer una forma democrática de gobierno», exponiendo contra toda evidencia que «el objetivo de la “Operación Libertad para Irak” no era conquistar Irak y sus recursos naturales, sino proteger a Estados Unidos, los países occidentales, los iraquíes y la población de la región». Predice que, según Apocalipsis 13, el país americano desempeñará un papel perseguidor, pero sitúa ese momento «en el futuro».

Bacchiocchi busca en la Biblia supuestos ejemplos de la doctrina de la “guerra justa”, y considera que «la Biblia no glorifica la guerra. Simplemente la reconoce como un mal necesario, que es parte del conflicto cósmico más amplio entre el bien y el mal» (una afirmación equivalente a decir, por ejemplo, que la violencia contra la mujer es un mal necesario, pues también forma parte del conflicto entre el bien y el mal). Ataca la idea, errónea según él, de que en el Antiguo Testamento «Dios es supuestamente un guerrero, mientras que en el Nuevo Dios es un pacificador» y pone como ejemplo el supuesto «despliegue de fuerza» al que Jesús recurrió en la purificación del templo (como si este acto tuviera algo que ver con la violencia bélica, y como si un simple mortal tuviera potestad para tomarse la justicia por su mano como hizo el Hijo de Dios en aquella ocasión). Incurre en la distinción típicamente católica romana entre «guerra espiritual y secular», e interpreta Romanos 13 como una instrucción a someterse ineludiblemente a los gobiernos (sin aplicarlo al de Sadam Huseín, claro, sino sólo al de su país de residencia). Según Bacchiocchi, «los cristianos están llamados a ser pacificadores, pero la paz no siempre es posible en este mundo de pecado». Defiende el principio del mal menor (contrario al planteamiento bíblico de la vida por fe, aplicado a todos los ámbitos de la existencia), y el principio de la «defensa propia como prerrogativa» del pueblo de Dios (frente a la afirmación divina: «Mía es la venganza»).

Bacchiocchi, tras este disparatado discurso de fidelidad política a una causa belicista (teñido, eso sí, de falsa espiritualidad), se atreve a decir que «nunca deberíamos permitir que el activismo político se convierta en un sustituto del crecimiento espiritual agresivo y de la victoria». Este artículo circuló en medios adventistas, y en algún foro pastoral se pudo apreciar que éstas no eran ideas aisladas de un profesor retirado, sino que había ministros del área estadounidense e iberoamericana que compartían estos planteamientos guerreros, e incluso apoyaban abiertamente la política del presidente Bush.

Ahora bien, el discurso de Bacchiocchi no dejaba de ser personal. Por eso resulta más grave la posición de Ángel Manuel Rodríguez, director del Instituto de Investigación Bíblica de la Asociación General (y por tanto voz oficial y autorizada de la iglesia en cuestiones teológicas) en su artículo Christians and War (Adventist Review, 10/04/2003), en el que, tras considerar que «la guerra es siempre mala» y que «no hay tal cosa como una guerra justa», que «la principal función de la iglesia es la de promover y apoyar la paz y la reconciliación» para así hacerle «la guerra a la guerra», y que es necesario «fomentar entre sus miembros ese carácter de no combatientes, basado en la enseñanza bíblica sobre el valor de la vida humana», afirma: «El grado de implicación del miembro de iglesia individual en la guerra es una cuestión entre él o ella y su Dios. Aunque la iglesia nunca debería dar la impresión de que ciertas guerras son justificables, y por tanto justas, debe reconocer que en algunas situaciones los miembros pueden opinar que han de escoger el menor entre dos males, y que ambos pueden requerir su implicación en una guerra defensiva. En tales casos, los miembros de iglesia pueden extraer beneficios del examen de los principios de la guerra justa, sin concluir de ello que la guerra misma o su implicación en ella sea moralmente justificable». Y a continuación, en flagrante contradicción con lo anterior y con el evangelio, sugiere algunos «principios de la guerra justa» que podrían ser útiles para el cristiano que se cuestiona sobre este asunto: «(1) el propósito es en última instancia la paz; (2) la guerra es el último recurso; (3) el uso de la violencia se limitará a ejercerse sólo sobre aquéllos que estén armados; y (4) el empleo de sólo la fuerza mínima que sea necesaria para la victoria». La conclusión resulta escandalosa: «Estos elementos establecen algunos parámetros que ayudarán a hacer las guerras menos inhumanas y procurarán respetar el llamado de Jesús a amar a nuestros enemigos (Mat. 5: 44).»

La agencia ANN se hacía eco de esta deriva militarista en su informe especial titulado ¿Está cambiando la posición adventista respecto de la guerra? En ella se recogían unas declaraciones, en este caso afortunadas, de Paulsen: «Utilizar armas es una solución inhumana a situaciones que pueden ser resueltas. Hay una mejor manera de vivir juntos y esto implica coexistir antes que ir a la guerra», pero también las maquiavélicas del capellán Gary R. Concell, director asociado de Ministerios de Capellanía en la sede central de la iglesia: «Tenemos una obligación moral de defender al inocente y al desamparado, y si uno descuida eso elude el deber cristiano. Sin embargo, los capellanes no defienden matar a otros o la utilización de armas y la fuerza. A veces puede ser necesario matar a otros durante la guerra, pero eso no significa que no queden cicatrices».

Afortunadamente, hubo por entonces también adventistas que se pronunciaron abiertamente contra la guerra de Irak. En Estados Unidos numerosos alumnos de la universidad adventista de Andrews se manifestaron contra la invasión (ANN 14/03/2003). En 2007, representantes adventistas participaron en la Marcha del Testimonio Cristiano por la Paz en Irak en Washington. Charles Sandefur, presidente de ADRA, declaró entonces que su participación estaba «en clara armonía con la Escritura y con el legado adventista. La paz es un asunto nuclear del testimonio adventista para el mundo». Doug Morgan, professor del departamento de Historia y Estudios Políticos del centro adventista Columbia Union College, destacó cómo para algunos participantes «su fe adventista y gran parte de su legado adventista les incitan a ser pacificadores». Ryan Bell, pastor de la Iglesia Adventista Hollywood, señaló cómo «la historia adventista es algo único en la medida en que nuestros fundadores fueron activistas a favor de causas como la abolición y la prohibición; apoyar la paz no es algo diferente», y añadió: «La principal razón para que los adventistas se impliquen en el activismo por la paz es porque el evangelio nos enseña que la paz es esencial en el cristianismo» (ANN, 26/03/2007).

En enero de 2003, poco antes de la invasión de Irak, la Agencia Adventista para el Desarrollo y Recursos Asistenciales (ADRA) firmó el manifiesto ¡Digamos no a la guerra! junto a más de ciento cincuenta asociaciones e instituciones españolas (desgraciadamente, no fue un posicionamiento oficial de la Iglesia Adventista española en su conjunto, pese a lo que interpretaron algunos medios).

Mientras tanto, varios jóvenes adventistas murieron en combate en esta sucia guerra. El funeral de algunos se celebró en sus iglesias de Estados Unidos, con honores militares y gran despliegue “patriótico”. A la vez, el capellán del Senado de ese país era entonces (y sigue siendo hoy) el pastor adventista y militar Barry Black, de quien jamás hemos sabido que se pronunciara contra las guerras salvajes llevadas a cabo por su país.



Una postura clara respecto del servicio militar



En marzo de 2008 el presidente Paulsen publicó en Adventist World el artículo Una postura clara respecto del servicio militar en el que, a pesar de cierta ambigüedad en el conjunto, hacía afirmaciones tan claras como éstas: «La guerra, la paz y la participación en las fuerzas armadas no son asuntos moralmente neutrales. Las Escrituras no pasan por alto el tema, y la iglesia, en su interpretación y expresión de los principios bíblicos, tiene que tener una voz de autoridad e influencia moral. Ésta no es una responsabilidad “opcional” que podamos dejar de lado si se tornara incómoda o ajena a lo que siente la mayoría. Si nos callamos, fallamos en nuestro deber hacia Dios y la humanidad. […]

»La posición histórica de nuestra iglesia […] no dejaba lugar a dudas: “…Portar armas o participar en la guerra es una violación directa de las enseñanzas de nuestro Salvador y del espíritu y la letra de la ley divina” (1867, Quinto Congreso Anual de la Asociación General). En términos generales, nuestro principio guiador ha sido: Cuando alguien porta armas da a entender que está dispuesto a usarlas para quitar la vida de otra persona; quitar la vida a uno de los hijos de Dios, aun la de nuestro “enemigo”, es inconsecuente con lo que creemos es sagrado y correcto. […]

»Al hablar con los feligreses de los países que visito, a veces he sentido una cierta ambivalencia hacia nuestra posición histórica; acaso sea el sentimiento de que “así era antes, pero ahora es diferente”. Aun así, no logro entender la razón de este cambio. […] ¿Ofrecemos un apoyo adecuado en nuestras escuelas e iglesias a los jóvenes que deben enfrentar elecciones difíciles respecto al servicio militar? ¿No hemos a veces descuidado nuestra función como brújula moral en este tema? En ausencia del apoyo de la iglesia, ¿será que algunos jóvenes ven que las fuerzas armadas son “tan solo otra opción vocacional”, antes que una compleja decisión moral con consecuencias para su vida espiritual, potencial-mente de largo alcance y acaso imprevistas? […]

»Más allá de tener que entrar en combate o no, se ha tomado una decisión respecto de ciertos valores básicos y se la ha declarado públicamente. Se ha aceptado la posibilidad de ir por ese camino, y eso afectará inevitablemente a la persona involucrada. Es una decisión que cambia y modifica a las personas. Al dar el paso de colocarse en una posición donde se podría requerir que porte armas o en la cual se le haría difícil guardar el sábado, creo que el individuo pone en serio peligro sus fundamentos espirituales y morales



Conclusiones



1. El asunto de la violencia en general y de la guerra en particular es decisivo para el cristiano. Nuestra iglesia se ha caracterizado siempre por destacar la importancia del estilo de vida para la espiritualidad. Resultaría absurdo promover la abstención del consumo y el tráfico de substancias tóxicas y animar a los hermanos a guardar el sábado ante cualquier adversidad, pero a la vez considerar que el hecho de que un hermano pueda tomar un arma o un avión de guerra y matar con ellos a otras personas (incluidos civiles, mujeres, niños, ancianos…) es una cuestión que se circunscribe a la conciencia individual.

2. El hecho de que la sede de la Iglesia Adventista del Séptimo Día se encuentre en Estados Unidos influye de forma decisiva en posiciones oficiales sobre temas trascendentes relacionados con la política y la guerra, máxime cuando sabemos que la profecía augura una dictadura mundial liderada por ese país. Además, en la sociedad estadounidense existe una marcadísima tendencia patriótico-nacionalista, y un apoyo mayoritario al militarismo y la pena de muerte, promovidos en gran medida por la derecha religiosa evangélica. Hay importantes sectores de nuestra iglesia influidos por estos planteamientos contrarios al evangelio y a los propios orígenes pacifistas de nuestra iglesia.

3. Es necesario que todos los adventistas no sólo oremos por la paz y la promovamos en nuestra vida personal, según la instrucción de Jesús (Mateo 5: 9), sino que también estudiemos en profundidad las implicaciones de la no violencia a la luz del evangelio. Convendría que se predicara sobre el tema, que se estudiara monográficamente en la lección de Escuela Sabática, que se destacara más en la formulación oficial de las “28 creencias” de nuestra iglesia y que se tratara en seminarios y convenciones monográficas, como la que dedicó Aeguae… en 1976.

4. Hay que apoyar iniciativas como Adventist Peace Fellowship, un ministerio que trata de recuperar las raíces pacifistas de nuestro movimiento, y contrarrestar el militarismo que cada vez más invade nuestra iglesia. Sería interesante que alguien comenzara a organizar algo similar en España, quizá como ramificación de la organización estadounidense. A través de su web es posible ponerse en contacto con ellos. (Un ministerio similar, en este caso promovido por mujeres, es Adventist Women for Peace.)

5. La formación, el conocimiento y la profundización deberían conducir a la participación. Las declaraciones oficiales no son (o al menos no deberían ser) el resultado de la reflexión de una camarilla de teólogos y “dirigentes”, sino la expresión del sentir del conjunto de la iglesia. Promovamos ideas evangélicas y constructivas que impregnen el conjunto de la iglesia, y contribuyan a que ésta se asiente sobre fundamentos teológicos bíblicos en relación con el tema decisivo de la no violencia y las libertades.

6. Nuestra iglesia ha mantenido, no sin razón, un secular recelo hacia las cuestiones políticas, especialmente en lo referido a posicionamientos partidistas. Ahora bien, desde tiempos de los pioneros la iglesia se ha pronunciado sobre cuestiones de actualidad que afectan a la ética personal y social y a la dignidad humana, algunas de ellas de gran trascendencia política, como la abolición de la esclavitud en Estados Unidos. Cuando hay que tomar posición ante la guerra o la injusticia desde la sociedad civil, hay hermanos que se espantan considerando que eso significa implicarse en “activismo político” o “radicalismo”. En cambio cuando algunos hermanos ocupan puestos políticos cercanos a la cúpula del poder establecido (con todo lo que en ocasiones implica de consentimiento con gravísimas injusticias), muchas veces se valora su actuación como una aportación de los adventistas a la sociedad. El “tabú político” funciona sólo para la participación como ciudadanos, no para la integración de los adventistas en el sistema establecido.

7. Al igual que se publican declaraciones oficiales sobre la libertad religiosa, el aborto o la homosexualidad, nuestra posición debe quedar clara en cuestiones como la guerra, la invasión de países, la restricción de las libertades civiles (no sólo la religiosa), la interferencia de la confesionalidad religiosa en la política, la manipulación social a través de los mass media… La declaración de 2002 A Seventh-day Adventist Call for Peace, aunque resulta “políticamente correcta”, va en la dirección acertada. Pero, a medida que la violencia y la restricción de las libertades (en nombre de la “libertad” y la “democracia”) avanzan a pasos acelerados en el mundo, urgen más pronunciamientos y más claros, que no se limiten a una formulación de tópicos.

8. La defensa radical de la no violencia, fundamentada en la fe inquebrantable en las promesas de Dios, debería ser una seña de identidad de la Iglesia Adventista. Al igual que la promoción de la salud integral, o la defensa de la libertad religiosa (mediante instituciones como la IRLA o la revista Liberty), son parte de nuestro testimonio bíblico y evangelizador al mundo, la sociedad debería conocernos por ser portadores del mensaje bíblico respecto a la paz.

sábado, 7 de noviembre de 2009

Lo más importante son las personas

Por Jonás Berea (jonasberea@gmail.com)
http://yoestoyalapuerta.blogspot.com/

La revista Adventist World de mayo de 2009 publica el artículo “Cinco lecciones que aprendí”, de Jan Paulsen, presidente de la Iglesia Adventista mundial, cuya lectura completa sugiero. La primera lección que destaca Paulsen es que “lo más importante son las personas”, y dice así (añado negritas):

«Puede resultar fácil como iglesia, en especial para los que ejercen el liderazgo, olvidarse de las personas. En las comisiones se suelen discutir valores, declaraciones oficiales, objetivos, proyecciones, reglamentos y planes. En algún momento, todo esto queda separado de la experiencia humana del individuo. Comenzamos a ver un valor intrínseco en las cosas, en lugar de ver que tienen valor siempre y cuando cumplan el propósito divino de alimentar al pueblo de Dios.

»En la esfera humana, Dios no hace otra cosa que acercarse a las personas, para atraerlas hacia sí por medio de su amor irreprensible y guiarlas hacia la eternidad. Las personas son lo más importante para Dios. Es por ello que Cristo vino a la tierra. Esta simple verdad tiene consecuencias inimaginables en nuestro diario vivir y en nuestra relación con los demás. En toda clase de relación, el valor del otro supera lo que podemos comprender. Por ello, dentro de la iglesia nuestra pregunta constante debería ser: “¿Cómo afecta esto a las personas?” No es la lógica humana, sino más bien el ilógico amor divino por sus seres creados, lo que tiene que ser el centro de todo cuanto somos y hacemos. Sí, a veces me equivoco; la iglesia como cuerpo a veces también lo hace. Pero es una lección importante que no me abandona.»

El enfoque de Paulsen coincide con el breve pero interesantísimo editorial de Protestante Digital del 7 de octubre de 2008, titulado “Personas, no instituciones”, donde estos hermanos exponen algunas ideas muy valiosas para iglesias que se dicen cristianas. Extracto algunos párrafos:

«El gran problema de las instituciones es cuando en vez de ser herramientas al servicio de las personas, del pueblo, se convierten en empresas o ídolos a los que los hombres sirven porque no hay hombres que sepan dirigir correctamente a las instituciones, sino hombres que se enseñorean de hombres y no sirven a ideales sino intereses.

»Esto ocurre en partidos políticos, medios de comunicación, y lobbys de presión. O en los grandes monopolios económicos […]. Y esto ocurre también en la Iglesia. Cuando se olvida que quienes la forman son personas y no poderes, la Iglesia pierde el sentido, el mensaje, la sal y la luz. Las ventanas de esta Iglesia que se considera poderosa, que no puede ni quiere equivocarse o rectificar se convierten en troneras para defenderse. Las puertas de la Iglesia formada por personas están siempre abiertas, porque no tienen nada que ganar ni perder en este mundo salvo lo intangible que ni se compra ni se vende. […]

»La sociedad y la Iglesia no necesitan instituciones fuertes, sino formar a personas fuertes en sus valores, convicciones y capacidad de dialogar y reconocer sus propios errores. Ese es el verdadero tesoro, el auténtico poder, la genuina fuerza de las instituciones: la influencia de las personas que la forman y conforman.»

Siguiendo con el artículo de Paulsen, destaco ahora la lección número tres, titulada “”Las consultas triunfan sobre la tiranía”:

«Muchos años atrás, un importante administrador de la iglesia me dijo: “Recuerde que usted está a cargo sólo si no tiene necesidad de probarlo”. He aprendido que esto es cierto. En el liderazgo de la iglesia no hay lugar para tratar de “probar” la autoridad propia; en el mejor de los casos, se torna un ejercicio frenético y defensivo de autoafirmación; en el peor, se vuelve dominador y dictatorial.

»La iglesia no funciona según el modelo presidencial, por más que sea necesario tomar algunas decisiones ejecutivas y alguien tenga que asumir en último término ciertas responsabilidades. Sin embargo, en todos los niveles de liderazgo, tomar decisiones implica realizar consultas, analizar los temas y llegar a un consenso. He aprendido que las mejores y más seguras decisiones que pueden hacerse como líder espiritual surgen de un foro de consultas donde sea posible intercambiar ideas con franqueza; donde uno no se sienta amenazado por los que piensan diferente; donde no haya “tabúes” respecto de ciertas opiniones y donde uno esté dispuesto a decir: “Tal vez me equivoqué en esto”, o “Entiendo lo que usted dice, pero no estoy de acuerdo”.»

sábado, 10 de octubre de 2009

Otra Iglesia es posible

Por M. F. S. Bravo (http://yoestoyalapuerta.blogspot.com/)

«¡Ay de los pastores de Israel, que se apacientan a sí mismos! ¿No apacientan los pastores a los rebaños? Coméis la grosura, y os vestís de la lana; la engordada degolláis, mas no apacentáis a las ovejas. No fortalecisteis las débiles, ni curasteis la enferma; no vendasteis la perniquebrada, no volvisteis al redil la descarriada, ni buscasteis la perdida, sino que os habéis enseñoreado de ella con dureza y con violencia. Y andan errantes por falta de pastor, y son presa de todas las fieras del campo, y se han dispersado» (Ezequiel 34: 2-5).

Habría que aprender a distinguir entre lo que es y lo que debe ser un ministro del evangelio según Dios y lo que suele ser en realidad en algunos casos, cuando los hombres lo ejercen según sus propias sabidurías humanas o, en el peor de los casos, sus íntimos intereses personales.

Hay abuso cuando un líder usa su posición para controlar o dominar a otra persona; esto incluye el avasallamiento de los sentimientos y las opiniones del otro, sin considerar lo que pasará con su bienestar personal, emociones o crecimiento espiritual. En este caso, la autoridad es usada para pasar por encima, para destruir y debilitar.

No es abuso cuando un dirigente (como cualquier otro hermano) confronta a alguien por algún pecado (malas obras o malos testimonios que deben ser corregidos) y el objetivo es salvar y restaurar, no avergonzar o desacreditar, como vemos en tantos casos...

Fijémonos en lo que dice Jeremías (6: 13-14): «Porque desde el más chico de ellos hasta el más grande, cada uno sigue la avaricia; y desde el profeta hasta el sacerdote, todos son engañadores. Y curan la herida de mi pueblo con liviandad, diciendo: paz, paz; y no hay paz.»

¡Qué triste! Los dirigentes religiosos están tan ensimismados que no tienen tiempo ni fuerzas para atender las necesidades reales de la gente, el pueblo de Dios. Jesús nos dice: «Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar» (Mateo 11: 28).

Si las relaciones espirituales que tenemos en el nombre de Jesús no nos dan descanso sino que nos cansan más a medida que pasa el tiempo, entonces no están representando verdaderamente el propósito de Jesús, que vino a levantar la carga de los hombros de la gente cansada.

Desgraciadamente no existe la comunidad ni la iglesia perfecta, en la que la gente nunca es herida. Pero la diferencia entre un sistema de abuso y uno que no lo es reside en que, si bien puede haber en ambos conductas que hieran, en el primero no se permite hablar de esas heridas, de esos abusos y malos tratos. De ahí que la herida no sane una vez que se produce, que no haya restauración, y que la víctima sea llevada a sentirse culpable por cuestionar o señalar el problema. También sobre esto, Jesús tuvo algo –y bastante fuerte– que decir: «¡Generación de víboras! ¿Cómo podéis hablar lo bueno, siendo malos?» (Mateo 12: 34). «¿Cómo escaparéis de la condenación del infierno?» (Mateo 23: 33).

La Biblia describe con frecuencia la iglesia en términos de una familia. Somos hijos de Dios, parte de la familia de Dios y hermanos unos de otros.

En una familia sana, los padres ayudan, apoyan y capacitan a los hijos. Utilizan su posición de autoridad para preparar a sus hijos para la vida; sirviéndoles, animándoles, y dándoles las experiencias, mensajes y relaciones que necesitan. Pero en muchas ocasiones nos encontramos que la familia de la iglesia no se preocupa por sus miembros, por lo que sienten, lo que desean o necesitan.

En una iglesia sana, Dios es la fuente de aceptación, amor y valor. El pastor, los líderes y maestros están para ayudar a los miembros y capacitarlos. Su tarea es preparar a los miembros para el ministerio; sirviéndoles, edificándoles y dándoles las experiencias, mensajes y relaciones que necesitan. Pero lamentablemente vivimos últimamente situaciones donde no importa lo que la gente piensa, siente o desea. En estos casos en que los miembros están para acatar (voluntariamente o no) los deseos de los líderes, cuando alguien utiliza su posición de poder o autoridad para forzar a otros al sometimiento, manipulándolos y avergonzándolos, esto causa un daño espiritual y emocional grave, y se producen heridas irreparables en muchos casos. El lugar que debería ofrecer la mayor seguridad, ¡nuestro refugio!, en realidad está ofreciendo la mayor inseguridad, y ésta es una situación bien triste.

Cuando un dirigente se despreocupa de su rebaño y sólo mira su propio interés, las ovejas que están a su cargo se desorientan (pues aquél solo cuida de ellas por interés en el salario, mirando la posición de influencia que esto les procura, etc.). En lugar de aumentar su rebaño, es como si el pastor prefiriese disminuirlo para trabajar menos, para preocuparse menos, para no ejercer su vocación como les corresponde. Ese rebaño necesita otro pastor, un pastor genuinamente consagrado, auténtico, que tenga la oportunidad de ejercer bien su misión.

Los guías olvidan a veces que este asunto es entre el dueño de las ovejas y sus pastores, y que se les pedirán cuentas de cómo han cuidado y guiado al rebaño.

Con frecuencia nos encontramos que la institución, en nombre del evangelio (del que se siente guardiana), se predica a sí misma o se erige en un poder controlador. Posiblemente lo hace de buena fe y con objetivos honrados y respetables, pero se atribuye funciones que sólo pertenecen a Dios.

La reflexión se impone cuando examinamos la forma de hacer y de trabajar del propio Jesús. Hay unos caminos que nos llevan a la renovación y nos acercan a su espíritu, y otros que no. Es importante estudiar el evangelio, no para encontrar formas externas o doctrinales que excluyan y estigmaticen a los que no piensan como nosotros, sino para llenarnos del espíritu de amor y generosidad que movió a Jesús, en el cual todos se sentían acogidos.

Sí, es posible otra iglesia en la que no nos movamos por el interés personal, por las ansias de ser grandes, influyentes y poderosos, sino por un espíritu de humildad que nos lleve a acercarnos los unos a los otros, para compartir la riqueza del amor de Dios.

Sí, es posible otra iglesia que sea un instrumento de servicio y no de abuso.

domingo, 4 de octubre de 2009

La autoridad

Por Jonás Berea (jonasberea@gmail.com)
http://yoestoyalapuerta.blogspot.com/


El ensayista español José Antonio Marina escribía el 1 de octubre pasado en El Mundo un artículo con el mismo título que su último libro: "La recuperación de la autoridad". A raíz de ciertos sucesos recientes en el ámbito educativo, así como de diversas declaraciones de políticos sobre la necesidad de dotar de autoridad a los profesores, Marina, con su habitual precisión y buen juicio, ofrece algunas reflexiones sobre el concepto de autoridad, que luego aplica al ámbito educativo, pero que fácilmente pueden servir para otros contextos organizativos, como puede ser el de nuestra iglesia. Selecciono unos pasajes, destaco algunas palabras e invito a leer este texto pensando en la administración y el funcionamiento institucional y en el ejercicio del liderazgo en nuestra iglesia. De especial importancia es esta reflexión para cualquiera que ostente un cargo dirigente en la iglesia.

Como cristianos, debemos considerar también la dimensión espiritual del fenómeno (por ejemplo, sabemos que Dios puede suplir algunas carencias en el mérito propio –al que el autor hace referencia– de algunos dirigentes). Pero ello no resta valor al análisis de Marina; en todo caso, la misión sagrada de la iglesia exige un escrúpulo aún mayor en el nivel ético que se debe esperar en quienes sirven a la comunidad.

Escribe Marina:

«El concepto de autoridad apareció en Roma como opuesto al de poder. El poder es un hecho real. Una voluntad se impone a otra por el ejercicio de la fuerza. En cambio, la autoridad está unida a la legitimidad, dignidad, calidad, excelencia de una institución o de una persona. El poder no tiene por qué contar con el súbdito. Le coacciona, sin más, y el miedo es el sentimiento adecuado a esta relación. En cambio, la autoridad tiene que despertar respeto, y esto implica una aceptación, una evaluación del mérito, una capacidad de admirar, en quien reconoce la autoridad. Una muchedumbre encanallada sería incapaz de respetar nada. Es desde el respeto desde donde se debe definir la autoridad, que no es otra cosa que la cualidad capaz de fundarlo. El respeto a la autoridad instaura una relación fundada en la excelencia de los dos miembros que la componen: quien ejerce la autoridad y quien la acepta como tal.

»Éste es el sentido que aún conserva la palabra en expresiones como “es una autoridad en medicina”. Y es el que se ha perdido, por ejemplo, cuando se dice que un policía es representante de la autoridad. Esto sólo ocurre cuando el poder es legítimo y digno, porque en una tiranía la policía es sólo un representante del poder, de la fuerza. Ocurre lo mismo con la autoridad del Estado. Sólo la tiene cuando es legítimo y justo; de lo contrario es un mero mecanismo de poder. No lo olvidemos: el concepto de autoridad nos introduce en un régimen de legitimidad, calidad, excelencia, dignidad. Por eso tenía razón Hannah Arendt al decir que si desaparecía, se hundían los fundamentos del mundo. Al menos, del mundo democrático, que es al que ella se refería.

»La autoridad es, ante todo, una cualidad de las personas, basada en el mérito propio. A ella se refería el emperador Augusto en una frase famosa: “Pude hacer esas cosas porque, aunque tenía el mismo poder que mis iguales, tenía más autoridad”. Sin embargo, por extensión, se aplica a las instituciones especialmente importantes por su función social: el Estado, el sistema judicial, la escuela, la familia. En este caso, la autoridad no es el ejercicio del poder, sino el respeto suscitado por la dignidad de la función. Y esa dignidad obra de dos maneras diferentes. En primer lugar, confiere autoridad a quienes forman parte de esa institución, para que puedan realizar sus tareas. Por ello, todos los jueces, padres o profesores merecen respeto “institucional”. Pero, a su vez, esa dignidad conferida por el puesto, les obliga a merecerla y a obrar en consecuencia. Forma parte de su obligación profesional, podríamos decir.

»Como se ve, el modelo conceptual de la autoridad nos integra a todos en un modelo de la excelencia y el mérito. Por eso todas las sociedades torpemente igualitarias acaban rechazando la autoridad en este sentido, porque les cuesta aceptar las diferentes jerarquías de comportamientos y consideran que respetar a alguien es una humillación antidemocrática. Se instala así una democracia vulgar, basada en el poder, en vez de una democracia noble, basada en la calidad y el respeto (…).

»La recuperación de la autoridad no quiere decir sin más recuperación del orden y la disciplina, sino instauración de la excelencia democrática. La democracia no es un modo de vida permisivo, sino exigente, que, sin embargo, aumenta la libertad y las posibilidades vitales de todos los ciudadanos. A cambio nos pide un respeto activo, creador y valiente por todo lo valioso. La autoridad aparece así como el resplandor de lo excelente, que se impone por su presencia. Tal vez a esta relación se refería Goethe cuando nos recomendaba “desacostumbrarnos de lo mediocre y, en lo bueno, noble y bello, vivir resueltamente”.»

miércoles, 30 de septiembre de 2009

Entre vosotros no será así



Según Pablo, “la iglesia de Dios vivo” es “columna y fundamento de la verdad” (1 Timoteo 3: 15). En una famosa cita, Elena G. de White afirma que la iglesia “es el único objeto de esta tierra al cual Cristo conceda su consideración suprema” (Joyas de los Testimonios, t. 2, p. 356). Precisamente por la naturaleza santa del cuerpo de Cristo, cuando uno observa la forma en que funcionan algunos asuntos en la iglesia y ciertas concepciones sobre la organización de la misma, se hace más necesario buscar la orientación del Señor en su Palabra, tratando de promover, empezando por uno mismo, algunos cambios de mentalidad.


La confianza

Las relaciones humanas están basadas en la confianza. El bebé que nace no sabe nada, no entiende nada; simplemente confía en que su madre la cuidará y lo alimentará. Si ese bebé es desatendido y maltratado, le quedarán secuelas para siempre; cuando crezca, muy probablemente será alguien desconfiado e inseguro.

Mientras uno conduce, podría pensar en que de repente uno o más conductores pueden dejar de respetar las normas y empezar a conducir como les apetezca, saltándose de carril o frenando en seco en medio de una carretera. Ocasionalmente algún conductor se comporta de ese modo, pero si pensáramos que esa conducta es la habitual, no saldríamos a la carretera. Confiamos en que la inmensa mayoría, o quizá todos los conductores, van a conducir correctamente.

Las personas establecemos vínculos estables porque confiamos unas en otras: nos casamos, hacemos negocios, formamos equipos deportivos… El bebé cree que recibirá cuidados; yo estoy seguro de que los demás conducirán correctamente; tengo fe en mi amigo a quien le cuento un secreto; confío fe en la persona con la que me caso y comparto mi vida. La sociedad en su conjunto no podría subsistir si los hombres no depositáramos confianza unos en otros.

Por tanto es natural, incluso necesario, que tanto en aspectos cotidianos como en cuestiones más trascendentes depositemos la confianza en otras personas. También hay ocasiones en que son los otros los que nos piden que confiemos en ellos. Los representantes políticos, por ejemplo, lanzan este mensaje: “Confiad en mí, creed en mí, cumpliré lo que he prometido”. Nunca he oído a un político decir: “No confiéis en mí; fiscalizadme, vigiladme permanentemente”. Pero deberían decirlo. De hecho, los sistemas democráticos están basados en la premisa de que no debemos fiarnos los unos de los otros; al menos, no debemos fiarnos ilimitadamente. Aunque por supuesto siempre debe haber un grado de confianza en otros, pues no todos podemos hacer todo, y desde el momento en que unos toman decisiones sobre ciertos temas, el resto les confiamos esa responsabilidad.


Clericalismo

En el llamado Antiguo Régimen, el sistema sociopolítico anterior a las revoluciones liberales, se consideraba que los dirigentes políticos y religiosos (reyes, señores feudales, obispos, papas…) habían sido puestos por Dios, y por tanto todos debían someterse a sus decisiones. No debían rendir cuentas más que a Dios.

En la Edad Media se forjó la teoría de los tres órdenes, según la cual la sociedad estaba y debía estar dividida en clérigos, nobles y siervos. Cada uno de ellos desempeña una función (orar, luchar y proveer de sustento, respectivamente), y si todos se ajustan a la que les corresponde, hay paz; si no, hay caos. Los dos primeros eran además privilegiados, bien por su origen familiar, bien por su vocación religiosa, y como tales estaban exentos de algunas obligaciones (como pagar impuestos) y contaban con leyes y tribunales especiales para juzgarlos (siempre más favorables a ellos, por supuesto).

El resultado de esta concepción era una sociedad jerárquica de menores de edad incapaces de participar en la toma de decisiones.

Los poderosos justificaban su posición privilegiada e infalible en la Biblia: así como Dios había puesto dirigentes sobre su pueblo, ahora también los pone, y el pueblo ha de limitarse a obedecerles. Transponían así la teocracia del antiguo Israel a los tiempos modernos. Pero olvidaban que en la teocracia bíblica Dios intervenía directamente, designando sus representantes, apartándolos cuando él lo decidía, orientándolos y censurándolos mediante profetas…

A veces entre nosotros circulan ideas parecidas a las que estoy exponiendo. Olvidando que no vivimos en una teocracia, hay quienes creen que nuestra iglesia debería funcionar como si Moisés, David o Natán estuvieran entre nosotros. Y penetran en nuestro medio algunas ideas propias del catolicismo medieval, como el hecho de que las actuaciones de los dirigentes sean incuestionable por estar puestos por Dios. Cuando alguien señala que un dirigente ha incurrido en una inmoralidad o un abuso de poder, es frecuente que se apele al caso de David, cuando no quiso levantar su mano contra Saúl por ser el ungido de Dios (ver
1 Samuel 24: 6).

Este paralelismo es de lo más peligroso, por varias razones: 1) David se negaba a herir físicamente a Saúl; pero señalar hoy el pecado de un dirigente no es pretender matarlo, sino desear primero su propio bien y también el de la iglesia. 2) Gobernantes como Saúl habían sido elegidos directamente por Dios, sin que en el momento de ser designados cupiera margen de error por la intervención humana. Cuando hoy elegimos en la iglesia nos ponemos en manos de Dios, pero somos conscientes de que sin la dirección explícita y sobrenatural de Dios podemos equivocarnos. 3) La unción que hacía Dios en el Antiguo Testamento (a sacerdotes y a reyes) implicaba una elección normalmente vitalicia, orientada a dar estabilidad al gobierno, en un contexto de anarquía o de luchas por el poder. Si la elección que hacemos nosotros hoy fuera equiparable a las designaciones divinas del Antiguo Testamento, también elegiríamos cargos para siempre. Pero como no contamos con intervenciones directas de Dios (es decir, como no estamos bajo una teocracia), limitamos el tiempo y el alcance del desempeño de los cargos.

El regreso a la Biblia de la Reforma protestante trajo un replanteamiento del clericalismo. Martín Lutero expuso el sacerdocio universal de los creyentes, y por tanto la igualdad espiritual y eclesiástica de todos los bautizados; estas ideas igualitarias tuvieron su influjo en la sociedad; decía Lutero:



Las obras, aunque sagradas y costosas, de los sacerdotes y de los religiosos, a los ojos de Dios valen lo mismo que las tareas que un campesino hace en el campo o una mujer en su casa. (La cautividad babilónica de la iglesia, Barcelona: Orbis, 1985, p. 72)


En alguna ocasión se ha descrito nuestra iglesia también como una organización dividida en tres grupos de personas: los administradores (que ocuparían la cúpula que decide), los pastores (que toman decisiones en la iglesia local) y los laicos (que participan en los proyectos liderados por los otros dos grupos). Este planteamiento recuerda bastante a la teoría medieval de los tres órdenes. No hay que profundizar mucho para comprender que no tiene ninguna base bíblica.

Algunos argumentan: en la iglesia primitiva también había apóstoles que dirigían la iglesia. Hoy hay iglesias que se dicen cristianas que, tanto si se hacen llamar “apostólicas” como si no, también defienden la idea de que están dirigidas por figuras equivalentes a los apóstoles. Pero nuestra iglesia, según los principios protestantes, considera que el fundamento apostólico fue establecido por Jesús en el siglo I y que no hay posteriormente una sucesión apostólica concretada en personas. El fundamento apostólico es la obra de los apóstoles, y ese fundamento está vivo en la única guía infalible que la iglesia tiene hoy: los escritos apostólicos contenidos en la Biblia. Ésos son los únicos apóstoles entre nosotros. A ellos obedecemos y seguimos, por la designación directa de que Cristo les ha dotado. Ninguna persona puede erigirse en apóstol entre nosotros.

El autoritarismo es una tentación de toda organización humana; si esta organización es religiosa (incluso si es instituida por Dios, como es la iglesia), esta tentación (que acecha a todas las iglesias) reviste la forma de clericalismo. Es éste un terrible mal en la iglesia, raíz de múltiples desastres. Incluso en la iglesia primitiva, en la de los apóstoles establecidos por Dios, los creyentes participaban en la toma de decisiones, como vemos en
Hechos 15: 22.


Servicio

El Nuevo Testamento ofrece indicaciones sobre cómo debe y cómo no debe funcionar la iglesia. Algunas de ellas están establecidas por el propio Jesús, como el procedimiento de disciplina de Mateo 18: 15-18. Según éste, cuando alguien peca, su hermano en primera instancia, dos testigos después y finalmente la iglesia en su conjunto, deben aplicar la disciplina. Por supuesto, Jesús no establece aquí categorías ni jerarquías; no excluye de este proceso a hermanos que ocupen determinados cargos. Siguiendo la terminología romanista, no establece un “derecho canónico” especial para el “clero”.

¿Por qué? Muy sencillo: porque según Jesús, lo que nosotros llamamos “dirigente”, es un siervo:



Sabéis que los jefes de las naciones las dominan como señores absolutos, y los grandes las oprimen con su poder. Pero entre vosotros no será así, sino que quiera hacerse grande entre vosotros, será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros, será vuestro siervo. (Mateo 20: 25-27 [BJ/RV 95])


Cuando alguien se convierte en dirigente, en seguida lo visualizamos como si estuviera “arriba”, en un rango jerárquico. Pero según Jesús, es al revés: el dirigente está a los pies de los hermanos, sirviendo. Él mismo, que tenía toda la autoridad, actuó muchas veces así.




En el ámbito secular es natural que cuando alguien accede a un cargo de gran responsabilidad se rodee su imagen del halo del poder. Parecería que estar en presencia de un dirigente político de alto rango transmitiría a los presentes un beneficio especial, una “gracia”. La devoción por el cargo puede llegar a convertirse en culto a la persona. “Pero entre vosotros no será así”, dice Jesús.

Elena G. de White, conociendo la naturaleza humana, insiste mucho en el rechazo del autoritarismo:



La iglesia está edificada sobre Cristo como su fundamento; ha de obedecer a Cristo como su cabeza. No debe depender del hombre, ni ser regida por el hombre. Muchos sostienen que una posición de confianza en la iglesia les da autoridad para dictar lo que otros hombres deben creer y hacer. Dios no sanciona esta pretensión. El Salvador declara: “Todos vosotros sois hermanos”. […] “Maldito el varón que confía en el hombre, y pone carne por su brazo” (El Deseado de todas las gentes, pp. 382, 383, negritas añadidas).


Cita aquí Jeremías 17: 5, un texto que debería estar grabado en letras de oro, pues la tendencia de las organizaciones humanas es precisamente a depositar la confianza en los hombres.

Aunque la confianza es fundamental para la propia subsistencia de la sociedad humana, hay dirigentes a los que se les llena la boca diciendo: “Confía en mí”, cuando en realidad nuestra propia iglesia no está organizada en función de la confianza, sino de la desconfianza o, quizá mejor, de la confianza limitada; muy limitada. Al institucionalizar estos límites a la confianza, garantizamos un funcionamiento más limpio y eficaz. Cuando cada año el tesorero de la Unión Adventista o un colaborador suyo revisa la labor realizada por el tesorero de una iglesia local, éste podría alegar: “¿Es que no confían en mí, como para que tengan que revisar todo lo que hago?”. Pero ningún tesorero honesto lo haría, pues si tiene la conciencia de haber actuado limpiamente, sólo desea que esa labor hecha con buena intención sea verificada. Quien no actúa con malicia, no tiene miedo a que revisen, incluso hagan pública, su labor, sus palabras, sus actos. No pide confianza para actuar en secreto: pide transparencia y se somete a ella con tranquilidad.

Dice Elena de White en Testimonios para los Ministros:



Si un hombre confía en sus propias facultades y trata de ejercer dominio sobre sus hermanos, sintiendo que está investido de autoridad para hacer de su voluntad el poder dominante, la mejor conducta y la única es cambiarlo, para que no se haga un gran daño, y pierda su propia alma, y ponga en peligro el alma de otros. (Testimonios para los Ministros, p. 362)

Los que no han tenido el hábito de escudriñar la Biblia por sí mismos, o pesar la evidencia, tienen confianza en los hombres dirigentes, y aceptan las decisiones que ellos hacen; y así muchos rechazan los mismos mensajes que Dios envía a su pueblo, si estos hermanos dirigentes no los aceptan. (pp. 106-107)


A veces parecería que la confianza sólo tiene una dirección: “de abajo arriba”, de los “laicos de a pie” a los “dirigentes”. El que está abajo debe confiar y rendir cuentas ante los dirigentes; pero éstos no deben rendir cuentas a nadie. Incluso se han dado casos en que piden confianza ilimitada.

Pero el sistema que tenemos establecido no da confianza ilimitada a nadie; a mayor responsabilidad, más riesgo de errar, y por tanto mayor control ha de haber. Son principios de origen bíblico que están presentes en la teoría política democrática, y que nuestra iglesia sabiamente ha adoptado. De ahí que cuando se pone a alguien en una responsabilidad (como siervo, no lo olvidemos), lo hacemos por un tiempo limitado. Podemos decir que ha sido elegido por Dios, pues confiamos en que Dios actúa en la iglesia. Pero al cabo de un periodo deberá cesar, o ser reelegido si la iglesia lo considera oportuno.

También se limita la capacidad de actuación de los siervos mediante un sistema de toma de decisiones colectivo, para evitar lo que Elena de White caracterizó como “poder monárquico”:



Dios no ha puesto en nuestras filas ningún poder monárquico para controlar esta o aquella rama de la obra. (Discurso de apertura de Elena de White dado el 2 de abril de 1901, en la sesión del Congreso de la Asociación General, en Battle Creek).


Para que ese sistema colegiado funcione, todos los componentes del mismo han de poder participar en condiciones iguales.

La confianza no se pide; la confianza se obtiene mediante prácticas limpias, abiertas, transparentes. Si se actúa en secreto, aun con la buena intención de que no se conozca esto o aquello que podría causar escándalo, sólo se está fomentando un sistema corrupto donde unos pocos dirigen todo; aun cuando ese secretismo tuviera las mejores intenciones, es un procedimiento anticristiano abocado al fracaso moral. Porque las maniobras secretas, o la transgresión oculta de la ley de Dios (si se diera), quiebra la confianza de quienes lo conocen. Y tarde o temprano todo se acaba conociendo, aunque sólo sea por unos pocos.

“Maldito el varón que confía en el hombre”, nos recuerda el eco milenario de Jeremías.


Participando

En estos últimos tiempos la desconfianza en el hombre es más necesaria que nunca (Jeremías 17: 5); pero ha de ser compensada por una confianza plena en Dios (v. 7). Porque si los hombres nos fallan, Dios nunca fallará. Jesús predice traiciones entre los propios familiares, entre los seres más cercanos. Por supuesto, no apelo a que miremos con ojos suspicaces a nuestra esposa, al hermano, al pastor… Pero jamás consideremos a nadie el fundamento de nuestra fe, sino a Cristo. Jamás sigamos fielmente a nadie, más que a Cristo. Consideremos que, si nosotros somos falibles, cualquier mortal, por muy “encumbrado” que lo veamos, lo es también. Y cuando hablamos de aspectos institucionales, mayores han de ser las cautelas.

En última instancia, el creyente está solo ante Dios. Somos seguidores de Cristo, no de tal hombre o mujer. Sabemos que siempre ha habido terribles crisis en la iglesia, y que seguramente nos espera la peor. Ante ella, debemos tener claro en quién confiamos. A veces hay miedo de que se conozcan actuaciones incorrectas de ciertos responsables, por temor de que flaquee la fe de los “sencillos”. Y con esa excusa, se permite que el mal, quedando oculto, se perpetúe, o se olvide, como si no hubiera pasado nada.

Pero los “sencillos” hemos de saber que nuestra fe no está basada en lo que haga este hermano o aquel. Nuestra fe no es la fe en una estructura organizativa, ni siquiera en una iglesia, sino en una Persona: nuestro Salvador Jesús. Por eso nadie debería tener miedo a conocer cosas, o a que se conozcan. Porque sabemos que Cristo no oculta nada sucio; no nos defraudará. En cambio cada uno de nosotros tenemos la tendencia a ocultar nuestras inmundicias, a no barrer nuestra casa (ver
Mateo 12: 43-45). Y sabemos que cualquier hermano puede hacerlo también. ¿Se tambaleará nuestra fe por ello? No debería.

Si llegan a nuestros oídos o a nuestros ojos informes escandalosos, nuestro deber no es “matar al mensajero”, sino conocer. Lo mismo que no podemos dar por válido cualquier chisme sin fundamento que circule ahí (ver
1 Timoteo 5: 19), no podemos tampoco cerrar los ojos ante realidades que pudieran dañar a la iglesia. Sólo ejerciendo nuestra responsabilidad como miembros del cuerpo de Cristo, como sacerdotes del Dios Altísimo que somos (1 Pedro 2: 5), podremos contribuir a que juntos, como una novia, estemos esperando la llega del Esposo.

Por supuesto, hay quienes, desviándose de la sana doctrina, recurren a una estrategia de acoso y derribo, a la crítica sistemática, a la sospecha permanente, al ataque despiadado a cualquiera que tenga responsabilidad. Estos movimientos son bastante fáciles de detectar, pues tratan de imponer ciertas posiciones personales, normalmente equivocadas o desequilibradas, al conjunto de la iglesia. Son los que se suele llamar “disidentes”.

Pero esta etiqueta también puede ser utilizada injustamente para estigmatizar a aquel que simplemente hace una crítica constructiva y lucha por una iglesia más transparente y justa. A esa labor estamos llamados todos. Tomemos nota de esta apelación tan animadora:



Él, es decir Jesús, prepara hombres para los tiempos. Serán hombres humildes, hombres temerosos de Dios, no conservadores ni hombres de reglamentos, sino hombres que tengan independencia moral y avancen en el temor del Señor. Ellos serán bondadosos, nobles, corteses, sin embargo no serán apartados de la senda recta, sino que proclamarán la verdad en justicia ya sea que los hombres atiendan o desatiendan. (E. G. White, Testimonies, V, p. 263)


Los hombres buscan (buscamos) poder. Pero entre nosotros no ha de ser así. Los seguidores de Jesús hemos de vivir y promover una actitud de servicio humilde a los demás, para bien de la iglesia y para gloria de Dios.

domingo, 10 de mayo de 2009

¿Aumento o crecimiento?



La agencia Adventist News Network (ANN) ofrece la noticia titulada El bautismo no es el fin del camino, afirma líder adventista. Informa de las declaraciones y actuaciones de G. T. Ng, uno de los secretarios asociados de la Iglesia Adventista. Según él, “antes del bautismo, llenamos a los candidatos de cariños y atenciones. Después del bautismo, la mayoría de los nuevos bebés en Cristo son dejados para que naden o se hundan”.

El hermano Ng colabora con las auditorías de los registros de miembros de los diferentes campos de la obra adventista, esforzándose por que reflejen números reales. Forma a los líderes locales respecto de la importancia de revisar los registros de miembros, además de enseñarles los mejores métodos para hacerlo.


Según Ng, “muchos sienten muy profundamente la pérdida de miembros”, pero es más importante enfrentar la realidad. Ya sea por apatía o descuido deliberado, los miembros de iglesia han contribuido con la muerte de muchos nuevos creyentes, y la auditoría de miembros muestra con claridad cuántos miembros han dejado la iglesia.

La noticia resume unas interesantes declaraciones de Larry Evans, subsecretario de la iglesia mundial: “El enfoque exagerado en un solo aspecto del crecimiento, a saber, en el aumento de la feligresía, ha jugado una parte importante en la pérdida de los miembros nuevos. En el actual modelo administrativo, los pastores y administradores solo reciben crédito por los nuevos miembros”. Dice Evans: “Creo que necesitamos preguntarnos no sólo cuántos estamos bautizando, sino cuántos estamos recuperando”.

Al final de sus presentaciones, Ng concluye con este pensamiento: No fue el propósito de Jesús que el bautismo fuera el fin de los esfuerzos misioneros.

Muchos feligreses confunden la adición de nuevos miembros con el hacer discípulos, que es el proceso de alimentar y contribuir con el desarrollo que debería continuar después de que una persona se una a la iglesia, dice Ng, quien añade: “Ir, bautizar y enseñar contribuyen con el cumplimiento de la misión, pero no son fines en sí mismos”.


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Celebro que haya dirigentes que no sólo detecten los problemas de enfoque en asuntos tan importantes como éste, sino que además se esfuercen por modificar los esquemas mentales que subyacen a ellos, particularmente el de una visión cuantitativa y “empresarial” de la iglesia, centrada en el aumento estadístico de los miembros.

Esta mentalidad afecta, como bien señalan Ng y Evans, al modelo de evaluación de la acción pastoral, en el que prima la “rentabilidad” (contabilizada en bautismos). También está presente en los feligreses, que tienden a reducir el concepto de evangelismo a la adición de nuevos miembros, desviando a veces la atención del concepto bíblico de crecimiento (Lucas 2: 40; 1 Corintios 3: 6-7; Efesios 4: 15, 16; Colosenses 2: 19) y centrándose en el de aumento (que, atención, también tiene su importancia en la iglesia: Hechos 2: 41; etc.).

No deberíamos olvidar que el objeto fundamental de nuestra predicación no es una iglesia, sino una Persona: Jesucristo.

Los apestados


Visitando una librería de saldo hace unas semanas, llamó mi atención un librito titulado Vivencias de un buscador, de Juan Berniz. Había varios ejemplares en la estantería, todos ellos nuevos, pobremente editados por el mismo autor. Sin ISBN ni fecha de edición, supuse que se trata de uno de esos libros que alguien publica para difundir entre sus contactos cercanos, y que finalmente acaban dormitando en el estante de una tienda como aquella. Tras ojear sus páginas, decidí comprarlo (el precio era mínimo, como suele ser común en estos casos).

Por lo que cuenta en su libro, uno puede hacerse a la idea de que Juan Berniz es (o fue, pues ignoro si vive todavía), un auténtico buscador: buscó trabajo, y lo encontró, pero no duró más de cinco o seis meses en un empleo, pese a lo cual parece ser que nunca estuvo en la indigencia, y que incluso llegó a disfrutar de periodos de cierta prosperidad. Buscó un lugar donde vivir, y tuvo muchos: desde su ciudad natal (que, si no me equivoco, fue Albacete), hasta Barcelona, la última de la que da cuenta en su relato, pasando por muchas otras, incluida una breve estancia en Portugal y otra en Italia (aunque como su libro no sigue un orden cronológico, es difícil saber dónde estuvo antes y dónde después). Buscó pareja, y la encontró; mejor dicho, las encontró, pero por lo visto las fue perdiendo a un ritmo similar al de los empleos.

También buscó al prójimo y a Dios, y yo creo que los encontró. En su búsqueda frecuentó diversas organizaciones solidarias, además de algunos grupos religiosos. En su un tanto anárquico relato (son 87 páginas seguidas, sin división en capítulos ni en epígrafes), Berniz apenas da nombres o datos sobre estos colectivos; sólo vagas alusiones que permiten situarnos en un contexto determinado. Cuenta sus vivencias en un estilo sencillo y directo, y entre episodio y episodio va intercalando reflexiones de lo más variado, algunas de ellas muy breves, a modo de aforismos, otras más extensas, como ésta que he transcrito íntegra, pues la considero de gran interés. Creo que Berniz no se considera a sí mismo apestado, sino que ha tenido ocasión de conocer a unas cuantas personas que se podrían agrupar en tal categoría, y a partir de esas vivencias expone algunas generalizaciones que pueden servir para reflexionar.



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Existe en los colectivos cerrados una categoría de personas muy singular: son los apestados.

Hay apestados que adquieren esa condición por haber defendido la verdad. Otros lo son por haber defendido el error. Otros por no haber reconocido un pecado, o simplemente no haberlo reconocido a tiempo (para cuando quieren enmendarlo, ya es demasiado tarde: se han ganado el estigma, que es muy difícil de borrar). La clave es que su acción sea percibida por muchos como algo que ellos no habrían hecho. La gravedad, por tanto, no está necesariamente en los hechos, sino en cómo muchas personas, o sólo algunas pero importantes, los perciben.

Los más cercanos al apestado conocerán los motivos y las circunstancias de su actuación, por lo que en ocasiones encontrarán que ésta ha sido justificable, comprensible o necesaria. Pero la mayoría sólo tendrá referencias limitadas, indirectas, sesgadas o incluso falsas sobre la acción del apestado; eso sí, les parecerán suficientes como para mantener una opinión sobre él. Seguramente no decidirán que son suficientes, sino que inconscientemente lo asumirán. Como la mayoría hará lo mismo que ellos (no contrastar la información acudiendo a la fuente principal), los rumores que les lleguen sobre el apestado confirmarán su impresión inicial.

El principal pecado del apestado suele ser no comunicar bien un mensaje. Uno puede haber sido un buen predicador y comunicador, pero en el momento de ejecutar la acción apestante (error, pecado, acto de valentía…) comete el gran fallo de utilizar formas inapropiadas o palabras fuertes, o de calcular mal el efecto de su acción (por ejemplo, denuncia algo injusto convencido de que hace un bien al colectivo, pero encuentra que quienes deberían escandalizarse de lo que denuncia… se escandalizan de que lo denuncie).

Cuando uno adquiere la condición de apestado, automáticamente pueden sumarse a su cargo todos los errores que ha cometido en el pasado, incluso aquellos ya le han sido perdonados (hasta los más persistentes en la memoria: los que él se había perdonado a sí mismo). Afloran uno por aquí, otro por allá…

–Es normal: este apestado fue quien hace veinte años hizo esto y aquello.

–¿No me digas? ¿Eso hizo? No entiendo cómo ha seguido entre nosotros.

De otros apestados, en cambio, no se recuerdan pecados destacados. Lo cual en absoluto les sirve para que se presuma su inocencia actual:

–Quién lo iba a decir, este hombre tan íntegro siempre, hizo tanto por nuestro colectivo… Y ahora fíjate con lo que nos ha salido.

Cuando uno se convierte en apestado por un daño infligido a otro u otros, aunque pida perdón, incluso aunque haga enmienda de sus agravios, normalmente suele seguir siendo apestado.

Otro pecado de los apestados es no tener buenos contactos, o al menos los oportunos en el momento de su acción apestante. Porque la presencia de alguien influyente es de mucha ayuda: “Amigos, esta persona seguramente tiene algún motivo para haber actuado así; escuchémosle, indaguemos si lo que dice es cierto, contrastemos los datos”.

Pues hay candidatos a apestado que salen completa o parcialmente indemnes tras una acción apestante de cierto calibre. Cuentan con una red de amistades que los defienden, o han reaccionado a tiempo moviendo los resortes oportunos, de modo que su pecado queda oculto a la gran mayoría. Así, se escabullen de la categoría de apestado, y pueden seguir en sus responsabilidades sin tener que rendir cuentas a nadie; mientras tanto, sobre otros, que han cometido acciones mucho más leves, cae con todo su peso el estigma de apestado.

De este modo, se va construyendo una imagen del apestado, simplificada en una etiqueta, una frase definitoria. “Ah, sí, éste fue el que hizo/dijo aquello de… Ya he oído hablar de él, fue muy sonado”.

Algunos abandonan el grupo. Otros no se dan de baja, pero apenas acuden a las reuniones. Otros permanecen en él, incluso integrados y activos. Entre éstos, unos luchan por quitarse el estigma, lo cual les lleva a conformarse, y así pasan a la categoría de semiapestados y quizá con el tiempo pierdan la etiqueta. Otros siguen luchando por defender su causa primigenia u otras que consideran justas, lo cual hace que su etiqueta se torne indeleble.

También hay semiapestados que lo son porque su acción, aun siendo “grave”, no ha llegado a trascender, o las personas decisivas no le han llegado a dar importancia, por lo que permanecen en una situación ambigua. Incluso pueden estar muy bien considerados en ciertos ambientes dentro del colectivo.

Algunos apestados caen en un círculo vicioso de ostracismo. Tras su gran sonada, son conscientes de que hagan lo que hagan ya han perdido el prestigio y la credibilidad para muchos de sus antiguos compañeros, por lo que se recluyen. Nadie, o casi nadie, los visita ni los llama. Algunos de los que todavía los quieren, piensan que su llamada les puede molestar, como si se les quisiera recordar “el tema”, comprometer o culpabilizar, así que se retiran caritativamente.

El apestado se queda solo, y cuanto más tiempo pasa, más difícil es volver al grupo, pues perciben miradas que encuentran antinaturales, distintas a lo habitual: miradas de compasión (con lo que implica de condescendencia, y por tanto de superioridad del otro), miradas de rechazo, miradas de indiferencia…

Pero siempre hay alguien que le dirige con naturalidad una mirada de ilusión, un leve apretón de manos, y le escucha, y le habla.

(Juan Berniz, Vivencias de un buscador, páginas 57-60).

sábado, 2 de mayo de 2009

Obama y la ley dominical



La esperanza que los adventistas tenemos en la Segunda Venida de Jesús, unida a la convicción de que queda poco tiempo para la misma, nos lleva a veces a caer en falsas alarmas relacionadas con el cumplimiento de algunos eventos finales. He aquí una de ellas.


La falsa alarma

El 22 de enero de 2009 me llegó un mensaje de correo electrónico con el asunto: “Barack Obama a favor de las ‘Leyes Dominicales’”, que decía lo siguiente:

A continuación extraemos unas declaraciones, traducidas al español, de Barack Obama publicadas en su página web del día 18 de junio de 2008. En ellas el actual presidente de los Estados Unidos habla de las "Leyes Dominicales". Esto debe llamarnos a despertar y a prepararnos, porque realmente el fin está muy cerca. "Cuando nuestra nación (EEUU) abjure de tal manera de los principios de su gobierno que promulgue una ley dominical, en ese caso el protestantismo dará la mano al papismo"... "Tarde o temprano las leyes dominicales serán promulgadas"... "Cuando los Estados Unidos, el país de la libertad religiosa, se una con el papado para forzar la conciencia y obligar a los hombres a honrar el falso día de reposo (domingo), los habitantes de todo país del globo serán inducidos a seguir su ejemplo"... "El reemplazo de lo verdadero por lo falso es el último acto del drama. Dios se manifestará cuando esta sustitución llegue a ser universal." (Eventos de los últimos días, capítulo "Las leyes dominicales").

A continuación las declaraciones de Barack Obama:

"Ha habido demasiados cambios en los últimos cien años. No solamente se ha visto un incremento de la actividad pandillera junto con un incremento de crímenes, pero también en el consumo de energía. El otro cambio del que me he dado cuenta es notar que las "Leyes Dominicales" a través de los Estados Unidos se han abandonado.

Originalmente la Ley Dominical fue instituida para asegurarse que la gente no debía escoger entre tener que trabajar o ir a la iglesia. Frecuentemente la nobleza utilizó incentivos financieros hacia las cabezas religiosas de las familias para estimularlos a trabajar en orden al incrementar su ganancia personal. Esto no era justo para aquellos que necesitaban el dinero, temer a perder la manera en que podrían sostenerse a sí mismos y sin esa ley que prohibiera a esa gente trabajar. (No creo que esto deba aplicarse a negocios personales).

Me tengo que preguntar si hubo más beneficios que éstos. Primeramente, sin los negocios abiertos, tus hijos no tendrían ningún lugar a donde ir a entretenerse. Los padres tendrían por lo menos un día para estar con familiares y amigos sin tener que sincronizar sus horarios de trabajo. Un completo incremento en el uso del gas. Menos crimen (ya que los padres estarían en casa los domingos, no hay razón para que no pudieras mantener los ojos en tus hijos). Menos gente sin hogar rogando por dinero en las calles (porque no habría a quién pedirle). Menos policías serían necesarios (quizá ni uno... podría estar "bajo llamada por si se necesita" para que pudieran pasar tiempo con sus familias). Los vecinos tendrían tiempo de conocerse unos a otros ¿Cómo de bien conoces a tus vecinos? ¿Habéis hecho alguna barbacoa juntos? En esto momentos, creo que la gente que la gente tiene la oportunidad de hacer barbacoas son gente con un poco más de libertad financiera en la zona en la que viven. Nuestro horario de trabajo puede determinar qué clase social perteneces incluso hace aquellos límites más gruesos.

Así que quizá deberíamos pensar en establecer una Ley Dominical. No para prohibir que la gente trabaje, sino para darles la libertad a aquéllos que no pueden elegir. ¿Te puedes imaginar cuántos impuestos ahorraríamos con eso? El problema es que no creo que esto sea aceptado en Washington D.C. y los estados que reúnen impuestos. Esa es la razón original de por qué fueron abolidas las Leyes Dominicales. La gente era forzada a trabajar más días, algunos trabajadores a media jornada sin seguro médico."

Fuente:

http://my.barackobama.com/page/community/post/Tritium/gG5ngR/comentary


Respuesta

Visitada esta página, se puede comprobar que efectivamente en ella pone lo que aquí se ha traducido (torpemente, por otro lado). El problema es que, a pesar de que la página donde se ha publicado se llama http://my.barackobama.com, no es en absoluto la web del presidente de los Estados Unidos, como dice el mensaje de alarma; no hay más que entrar en su página de inicio para comprobar que se trata de una “comunidad online con más de un millón de miembros”. Aunque invita a quienes se unen a ella a “organizarse a favor de Barack Obama y a construir este movimiento por el cambio”, es fácil ver que cualquiera puede crear una cuenta o un blog gratuitos en ese dominio, sin tener relación alguna con Obama (lo mismo que ocurre con tantos otros servidores de medios de comunicación, grupos, etc., que son elegidos por los blogueros más por las prestaciones que ofrecen que por afinidad ideológica).

En este caso, las declaraciones están tomadas de uno de los miles de blogs alojados en ese dominio, el de Michael Pearce, un joven de Seattle que, ciertamente, no se parece mucho a Obama, como podemos ver aquí:

http://my.barackobama.com/page/community/blog/Tritium

El texto sobre la ley dominical es por tanto la opinión particular de una persona intrascendente, sin ninguna relación con Obama. Quizá este presidente llegue algún día a aprobar una ley dominical. También se le pueden criticar muchas otras iniciativas, incluso relacionadas con el cumplimiento de la profecía. Por ejemplo, en la web Keep The Faith, de un pastor adventista, se pueden encontrar muchas referencias a las amplias conexiones católicas de alto nivel con Obama. Pero el texto sobre la ley dominical es una falsa alarma más (véase "Relihoaxes")

Desde este blog me gustaría hacer un llamado: no aceptemos como cierta cualquier “información” que nos llegue, por mucho que parezca coincidir con nuestro esquema sobre los tiempos del fin. Cualquier denuncia o alarma ha de ser contrastada (a veces es tan sencillo de hacer como en el caso que nos ocupa). Y sobre todo no reenviemos una alarma de este tipo sin habernos asegurado de que sea completamente cierta. Es frecuente que estos mensajes se difundan masivamente y aparezcan después reproducidos en sitios de Internet. El alarmismo innecesario, en lugar de estimular la esperanza en el fin, resulta contraproducente, pues al comprobarse la falsedad de lo anunciado, algunos se desaniman en la fe, dejan de creer en las profecías, o desatienden las señales verdaderas.