miércoles, 30 de septiembre de 2009

Entre vosotros no será así



Según Pablo, “la iglesia de Dios vivo” es “columna y fundamento de la verdad” (1 Timoteo 3: 15). En una famosa cita, Elena G. de White afirma que la iglesia “es el único objeto de esta tierra al cual Cristo conceda su consideración suprema” (Joyas de los Testimonios, t. 2, p. 356). Precisamente por la naturaleza santa del cuerpo de Cristo, cuando uno observa la forma en que funcionan algunos asuntos en la iglesia y ciertas concepciones sobre la organización de la misma, se hace más necesario buscar la orientación del Señor en su Palabra, tratando de promover, empezando por uno mismo, algunos cambios de mentalidad.


La confianza

Las relaciones humanas están basadas en la confianza. El bebé que nace no sabe nada, no entiende nada; simplemente confía en que su madre la cuidará y lo alimentará. Si ese bebé es desatendido y maltratado, le quedarán secuelas para siempre; cuando crezca, muy probablemente será alguien desconfiado e inseguro.

Mientras uno conduce, podría pensar en que de repente uno o más conductores pueden dejar de respetar las normas y empezar a conducir como les apetezca, saltándose de carril o frenando en seco en medio de una carretera. Ocasionalmente algún conductor se comporta de ese modo, pero si pensáramos que esa conducta es la habitual, no saldríamos a la carretera. Confiamos en que la inmensa mayoría, o quizá todos los conductores, van a conducir correctamente.

Las personas establecemos vínculos estables porque confiamos unas en otras: nos casamos, hacemos negocios, formamos equipos deportivos… El bebé cree que recibirá cuidados; yo estoy seguro de que los demás conducirán correctamente; tengo fe en mi amigo a quien le cuento un secreto; confío fe en la persona con la que me caso y comparto mi vida. La sociedad en su conjunto no podría subsistir si los hombres no depositáramos confianza unos en otros.

Por tanto es natural, incluso necesario, que tanto en aspectos cotidianos como en cuestiones más trascendentes depositemos la confianza en otras personas. También hay ocasiones en que son los otros los que nos piden que confiemos en ellos. Los representantes políticos, por ejemplo, lanzan este mensaje: “Confiad en mí, creed en mí, cumpliré lo que he prometido”. Nunca he oído a un político decir: “No confiéis en mí; fiscalizadme, vigiladme permanentemente”. Pero deberían decirlo. De hecho, los sistemas democráticos están basados en la premisa de que no debemos fiarnos los unos de los otros; al menos, no debemos fiarnos ilimitadamente. Aunque por supuesto siempre debe haber un grado de confianza en otros, pues no todos podemos hacer todo, y desde el momento en que unos toman decisiones sobre ciertos temas, el resto les confiamos esa responsabilidad.


Clericalismo

En el llamado Antiguo Régimen, el sistema sociopolítico anterior a las revoluciones liberales, se consideraba que los dirigentes políticos y religiosos (reyes, señores feudales, obispos, papas…) habían sido puestos por Dios, y por tanto todos debían someterse a sus decisiones. No debían rendir cuentas más que a Dios.

En la Edad Media se forjó la teoría de los tres órdenes, según la cual la sociedad estaba y debía estar dividida en clérigos, nobles y siervos. Cada uno de ellos desempeña una función (orar, luchar y proveer de sustento, respectivamente), y si todos se ajustan a la que les corresponde, hay paz; si no, hay caos. Los dos primeros eran además privilegiados, bien por su origen familiar, bien por su vocación religiosa, y como tales estaban exentos de algunas obligaciones (como pagar impuestos) y contaban con leyes y tribunales especiales para juzgarlos (siempre más favorables a ellos, por supuesto).

El resultado de esta concepción era una sociedad jerárquica de menores de edad incapaces de participar en la toma de decisiones.

Los poderosos justificaban su posición privilegiada e infalible en la Biblia: así como Dios había puesto dirigentes sobre su pueblo, ahora también los pone, y el pueblo ha de limitarse a obedecerles. Transponían así la teocracia del antiguo Israel a los tiempos modernos. Pero olvidaban que en la teocracia bíblica Dios intervenía directamente, designando sus representantes, apartándolos cuando él lo decidía, orientándolos y censurándolos mediante profetas…

A veces entre nosotros circulan ideas parecidas a las que estoy exponiendo. Olvidando que no vivimos en una teocracia, hay quienes creen que nuestra iglesia debería funcionar como si Moisés, David o Natán estuvieran entre nosotros. Y penetran en nuestro medio algunas ideas propias del catolicismo medieval, como el hecho de que las actuaciones de los dirigentes sean incuestionable por estar puestos por Dios. Cuando alguien señala que un dirigente ha incurrido en una inmoralidad o un abuso de poder, es frecuente que se apele al caso de David, cuando no quiso levantar su mano contra Saúl por ser el ungido de Dios (ver
1 Samuel 24: 6).

Este paralelismo es de lo más peligroso, por varias razones: 1) David se negaba a herir físicamente a Saúl; pero señalar hoy el pecado de un dirigente no es pretender matarlo, sino desear primero su propio bien y también el de la iglesia. 2) Gobernantes como Saúl habían sido elegidos directamente por Dios, sin que en el momento de ser designados cupiera margen de error por la intervención humana. Cuando hoy elegimos en la iglesia nos ponemos en manos de Dios, pero somos conscientes de que sin la dirección explícita y sobrenatural de Dios podemos equivocarnos. 3) La unción que hacía Dios en el Antiguo Testamento (a sacerdotes y a reyes) implicaba una elección normalmente vitalicia, orientada a dar estabilidad al gobierno, en un contexto de anarquía o de luchas por el poder. Si la elección que hacemos nosotros hoy fuera equiparable a las designaciones divinas del Antiguo Testamento, también elegiríamos cargos para siempre. Pero como no contamos con intervenciones directas de Dios (es decir, como no estamos bajo una teocracia), limitamos el tiempo y el alcance del desempeño de los cargos.

El regreso a la Biblia de la Reforma protestante trajo un replanteamiento del clericalismo. Martín Lutero expuso el sacerdocio universal de los creyentes, y por tanto la igualdad espiritual y eclesiástica de todos los bautizados; estas ideas igualitarias tuvieron su influjo en la sociedad; decía Lutero:



Las obras, aunque sagradas y costosas, de los sacerdotes y de los religiosos, a los ojos de Dios valen lo mismo que las tareas que un campesino hace en el campo o una mujer en su casa. (La cautividad babilónica de la iglesia, Barcelona: Orbis, 1985, p. 72)


En alguna ocasión se ha descrito nuestra iglesia también como una organización dividida en tres grupos de personas: los administradores (que ocuparían la cúpula que decide), los pastores (que toman decisiones en la iglesia local) y los laicos (que participan en los proyectos liderados por los otros dos grupos). Este planteamiento recuerda bastante a la teoría medieval de los tres órdenes. No hay que profundizar mucho para comprender que no tiene ninguna base bíblica.

Algunos argumentan: en la iglesia primitiva también había apóstoles que dirigían la iglesia. Hoy hay iglesias que se dicen cristianas que, tanto si se hacen llamar “apostólicas” como si no, también defienden la idea de que están dirigidas por figuras equivalentes a los apóstoles. Pero nuestra iglesia, según los principios protestantes, considera que el fundamento apostólico fue establecido por Jesús en el siglo I y que no hay posteriormente una sucesión apostólica concretada en personas. El fundamento apostólico es la obra de los apóstoles, y ese fundamento está vivo en la única guía infalible que la iglesia tiene hoy: los escritos apostólicos contenidos en la Biblia. Ésos son los únicos apóstoles entre nosotros. A ellos obedecemos y seguimos, por la designación directa de que Cristo les ha dotado. Ninguna persona puede erigirse en apóstol entre nosotros.

El autoritarismo es una tentación de toda organización humana; si esta organización es religiosa (incluso si es instituida por Dios, como es la iglesia), esta tentación (que acecha a todas las iglesias) reviste la forma de clericalismo. Es éste un terrible mal en la iglesia, raíz de múltiples desastres. Incluso en la iglesia primitiva, en la de los apóstoles establecidos por Dios, los creyentes participaban en la toma de decisiones, como vemos en
Hechos 15: 22.


Servicio

El Nuevo Testamento ofrece indicaciones sobre cómo debe y cómo no debe funcionar la iglesia. Algunas de ellas están establecidas por el propio Jesús, como el procedimiento de disciplina de Mateo 18: 15-18. Según éste, cuando alguien peca, su hermano en primera instancia, dos testigos después y finalmente la iglesia en su conjunto, deben aplicar la disciplina. Por supuesto, Jesús no establece aquí categorías ni jerarquías; no excluye de este proceso a hermanos que ocupen determinados cargos. Siguiendo la terminología romanista, no establece un “derecho canónico” especial para el “clero”.

¿Por qué? Muy sencillo: porque según Jesús, lo que nosotros llamamos “dirigente”, es un siervo:



Sabéis que los jefes de las naciones las dominan como señores absolutos, y los grandes las oprimen con su poder. Pero entre vosotros no será así, sino que quiera hacerse grande entre vosotros, será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros, será vuestro siervo. (Mateo 20: 25-27 [BJ/RV 95])


Cuando alguien se convierte en dirigente, en seguida lo visualizamos como si estuviera “arriba”, en un rango jerárquico. Pero según Jesús, es al revés: el dirigente está a los pies de los hermanos, sirviendo. Él mismo, que tenía toda la autoridad, actuó muchas veces así.




En el ámbito secular es natural que cuando alguien accede a un cargo de gran responsabilidad se rodee su imagen del halo del poder. Parecería que estar en presencia de un dirigente político de alto rango transmitiría a los presentes un beneficio especial, una “gracia”. La devoción por el cargo puede llegar a convertirse en culto a la persona. “Pero entre vosotros no será así”, dice Jesús.

Elena G. de White, conociendo la naturaleza humana, insiste mucho en el rechazo del autoritarismo:



La iglesia está edificada sobre Cristo como su fundamento; ha de obedecer a Cristo como su cabeza. No debe depender del hombre, ni ser regida por el hombre. Muchos sostienen que una posición de confianza en la iglesia les da autoridad para dictar lo que otros hombres deben creer y hacer. Dios no sanciona esta pretensión. El Salvador declara: “Todos vosotros sois hermanos”. […] “Maldito el varón que confía en el hombre, y pone carne por su brazo” (El Deseado de todas las gentes, pp. 382, 383, negritas añadidas).


Cita aquí Jeremías 17: 5, un texto que debería estar grabado en letras de oro, pues la tendencia de las organizaciones humanas es precisamente a depositar la confianza en los hombres.

Aunque la confianza es fundamental para la propia subsistencia de la sociedad humana, hay dirigentes a los que se les llena la boca diciendo: “Confía en mí”, cuando en realidad nuestra propia iglesia no está organizada en función de la confianza, sino de la desconfianza o, quizá mejor, de la confianza limitada; muy limitada. Al institucionalizar estos límites a la confianza, garantizamos un funcionamiento más limpio y eficaz. Cuando cada año el tesorero de la Unión Adventista o un colaborador suyo revisa la labor realizada por el tesorero de una iglesia local, éste podría alegar: “¿Es que no confían en mí, como para que tengan que revisar todo lo que hago?”. Pero ningún tesorero honesto lo haría, pues si tiene la conciencia de haber actuado limpiamente, sólo desea que esa labor hecha con buena intención sea verificada. Quien no actúa con malicia, no tiene miedo a que revisen, incluso hagan pública, su labor, sus palabras, sus actos. No pide confianza para actuar en secreto: pide transparencia y se somete a ella con tranquilidad.

Dice Elena de White en Testimonios para los Ministros:



Si un hombre confía en sus propias facultades y trata de ejercer dominio sobre sus hermanos, sintiendo que está investido de autoridad para hacer de su voluntad el poder dominante, la mejor conducta y la única es cambiarlo, para que no se haga un gran daño, y pierda su propia alma, y ponga en peligro el alma de otros. (Testimonios para los Ministros, p. 362)

Los que no han tenido el hábito de escudriñar la Biblia por sí mismos, o pesar la evidencia, tienen confianza en los hombres dirigentes, y aceptan las decisiones que ellos hacen; y así muchos rechazan los mismos mensajes que Dios envía a su pueblo, si estos hermanos dirigentes no los aceptan. (pp. 106-107)


A veces parecería que la confianza sólo tiene una dirección: “de abajo arriba”, de los “laicos de a pie” a los “dirigentes”. El que está abajo debe confiar y rendir cuentas ante los dirigentes; pero éstos no deben rendir cuentas a nadie. Incluso se han dado casos en que piden confianza ilimitada.

Pero el sistema que tenemos establecido no da confianza ilimitada a nadie; a mayor responsabilidad, más riesgo de errar, y por tanto mayor control ha de haber. Son principios de origen bíblico que están presentes en la teoría política democrática, y que nuestra iglesia sabiamente ha adoptado. De ahí que cuando se pone a alguien en una responsabilidad (como siervo, no lo olvidemos), lo hacemos por un tiempo limitado. Podemos decir que ha sido elegido por Dios, pues confiamos en que Dios actúa en la iglesia. Pero al cabo de un periodo deberá cesar, o ser reelegido si la iglesia lo considera oportuno.

También se limita la capacidad de actuación de los siervos mediante un sistema de toma de decisiones colectivo, para evitar lo que Elena de White caracterizó como “poder monárquico”:



Dios no ha puesto en nuestras filas ningún poder monárquico para controlar esta o aquella rama de la obra. (Discurso de apertura de Elena de White dado el 2 de abril de 1901, en la sesión del Congreso de la Asociación General, en Battle Creek).


Para que ese sistema colegiado funcione, todos los componentes del mismo han de poder participar en condiciones iguales.

La confianza no se pide; la confianza se obtiene mediante prácticas limpias, abiertas, transparentes. Si se actúa en secreto, aun con la buena intención de que no se conozca esto o aquello que podría causar escándalo, sólo se está fomentando un sistema corrupto donde unos pocos dirigen todo; aun cuando ese secretismo tuviera las mejores intenciones, es un procedimiento anticristiano abocado al fracaso moral. Porque las maniobras secretas, o la transgresión oculta de la ley de Dios (si se diera), quiebra la confianza de quienes lo conocen. Y tarde o temprano todo se acaba conociendo, aunque sólo sea por unos pocos.

“Maldito el varón que confía en el hombre”, nos recuerda el eco milenario de Jeremías.


Participando

En estos últimos tiempos la desconfianza en el hombre es más necesaria que nunca (Jeremías 17: 5); pero ha de ser compensada por una confianza plena en Dios (v. 7). Porque si los hombres nos fallan, Dios nunca fallará. Jesús predice traiciones entre los propios familiares, entre los seres más cercanos. Por supuesto, no apelo a que miremos con ojos suspicaces a nuestra esposa, al hermano, al pastor… Pero jamás consideremos a nadie el fundamento de nuestra fe, sino a Cristo. Jamás sigamos fielmente a nadie, más que a Cristo. Consideremos que, si nosotros somos falibles, cualquier mortal, por muy “encumbrado” que lo veamos, lo es también. Y cuando hablamos de aspectos institucionales, mayores han de ser las cautelas.

En última instancia, el creyente está solo ante Dios. Somos seguidores de Cristo, no de tal hombre o mujer. Sabemos que siempre ha habido terribles crisis en la iglesia, y que seguramente nos espera la peor. Ante ella, debemos tener claro en quién confiamos. A veces hay miedo de que se conozcan actuaciones incorrectas de ciertos responsables, por temor de que flaquee la fe de los “sencillos”. Y con esa excusa, se permite que el mal, quedando oculto, se perpetúe, o se olvide, como si no hubiera pasado nada.

Pero los “sencillos” hemos de saber que nuestra fe no está basada en lo que haga este hermano o aquel. Nuestra fe no es la fe en una estructura organizativa, ni siquiera en una iglesia, sino en una Persona: nuestro Salvador Jesús. Por eso nadie debería tener miedo a conocer cosas, o a que se conozcan. Porque sabemos que Cristo no oculta nada sucio; no nos defraudará. En cambio cada uno de nosotros tenemos la tendencia a ocultar nuestras inmundicias, a no barrer nuestra casa (ver
Mateo 12: 43-45). Y sabemos que cualquier hermano puede hacerlo también. ¿Se tambaleará nuestra fe por ello? No debería.

Si llegan a nuestros oídos o a nuestros ojos informes escandalosos, nuestro deber no es “matar al mensajero”, sino conocer. Lo mismo que no podemos dar por válido cualquier chisme sin fundamento que circule ahí (ver
1 Timoteo 5: 19), no podemos tampoco cerrar los ojos ante realidades que pudieran dañar a la iglesia. Sólo ejerciendo nuestra responsabilidad como miembros del cuerpo de Cristo, como sacerdotes del Dios Altísimo que somos (1 Pedro 2: 5), podremos contribuir a que juntos, como una novia, estemos esperando la llega del Esposo.

Por supuesto, hay quienes, desviándose de la sana doctrina, recurren a una estrategia de acoso y derribo, a la crítica sistemática, a la sospecha permanente, al ataque despiadado a cualquiera que tenga responsabilidad. Estos movimientos son bastante fáciles de detectar, pues tratan de imponer ciertas posiciones personales, normalmente equivocadas o desequilibradas, al conjunto de la iglesia. Son los que se suele llamar “disidentes”.

Pero esta etiqueta también puede ser utilizada injustamente para estigmatizar a aquel que simplemente hace una crítica constructiva y lucha por una iglesia más transparente y justa. A esa labor estamos llamados todos. Tomemos nota de esta apelación tan animadora:



Él, es decir Jesús, prepara hombres para los tiempos. Serán hombres humildes, hombres temerosos de Dios, no conservadores ni hombres de reglamentos, sino hombres que tengan independencia moral y avancen en el temor del Señor. Ellos serán bondadosos, nobles, corteses, sin embargo no serán apartados de la senda recta, sino que proclamarán la verdad en justicia ya sea que los hombres atiendan o desatiendan. (E. G. White, Testimonies, V, p. 263)


Los hombres buscan (buscamos) poder. Pero entre nosotros no ha de ser así. Los seguidores de Jesús hemos de vivir y promover una actitud de servicio humilde a los demás, para bien de la iglesia y para gloria de Dios.

4 comentarios:

  1. Muy buen artículo.
    Muchas gracias.
    ¡Que el Señor le bendiga!

    ResponderEliminar
  2. LA IGLESIA actual es testigo de un resurgimiento de nuevos líderes que intentan adueñarse de la iglesia creando una especie pequeños papados en donde abusan de la ingenuidad de sus feligreses me parece apropiado el estudio y válido para no permitir que humanos quieran usurpar el lugar que solo le corresponde a Nuestro Señor Jesucristo.

    ResponderEliminar
  3. HE VUELTO A PUBLICAR ESTE ARTÍCULO EN EL NUEVO BLOG DE JONÁS BEREA, DONDE SERÁN BIENVENIDOS LOS COMENTARIOS:

    http://jonasberea.wordpress.com/2014/12/17/entre-vosotros-no-sera-asi/

    ResponderEliminar
  4. Este blog no está activo; tiene continuidad en el siguiente blog:

    https://jonasberea.wordpress.com/

    ResponderEliminar