sábado, 10 de octubre de 2009

Otra Iglesia es posible

Por M. F. S. Bravo (http://yoestoyalapuerta.blogspot.com/)

«¡Ay de los pastores de Israel, que se apacientan a sí mismos! ¿No apacientan los pastores a los rebaños? Coméis la grosura, y os vestís de la lana; la engordada degolláis, mas no apacentáis a las ovejas. No fortalecisteis las débiles, ni curasteis la enferma; no vendasteis la perniquebrada, no volvisteis al redil la descarriada, ni buscasteis la perdida, sino que os habéis enseñoreado de ella con dureza y con violencia. Y andan errantes por falta de pastor, y son presa de todas las fieras del campo, y se han dispersado» (Ezequiel 34: 2-5).

Habría que aprender a distinguir entre lo que es y lo que debe ser un ministro del evangelio según Dios y lo que suele ser en realidad en algunos casos, cuando los hombres lo ejercen según sus propias sabidurías humanas o, en el peor de los casos, sus íntimos intereses personales.

Hay abuso cuando un líder usa su posición para controlar o dominar a otra persona; esto incluye el avasallamiento de los sentimientos y las opiniones del otro, sin considerar lo que pasará con su bienestar personal, emociones o crecimiento espiritual. En este caso, la autoridad es usada para pasar por encima, para destruir y debilitar.

No es abuso cuando un dirigente (como cualquier otro hermano) confronta a alguien por algún pecado (malas obras o malos testimonios que deben ser corregidos) y el objetivo es salvar y restaurar, no avergonzar o desacreditar, como vemos en tantos casos...

Fijémonos en lo que dice Jeremías (6: 13-14): «Porque desde el más chico de ellos hasta el más grande, cada uno sigue la avaricia; y desde el profeta hasta el sacerdote, todos son engañadores. Y curan la herida de mi pueblo con liviandad, diciendo: paz, paz; y no hay paz.»

¡Qué triste! Los dirigentes religiosos están tan ensimismados que no tienen tiempo ni fuerzas para atender las necesidades reales de la gente, el pueblo de Dios. Jesús nos dice: «Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar» (Mateo 11: 28).

Si las relaciones espirituales que tenemos en el nombre de Jesús no nos dan descanso sino que nos cansan más a medida que pasa el tiempo, entonces no están representando verdaderamente el propósito de Jesús, que vino a levantar la carga de los hombros de la gente cansada.

Desgraciadamente no existe la comunidad ni la iglesia perfecta, en la que la gente nunca es herida. Pero la diferencia entre un sistema de abuso y uno que no lo es reside en que, si bien puede haber en ambos conductas que hieran, en el primero no se permite hablar de esas heridas, de esos abusos y malos tratos. De ahí que la herida no sane una vez que se produce, que no haya restauración, y que la víctima sea llevada a sentirse culpable por cuestionar o señalar el problema. También sobre esto, Jesús tuvo algo –y bastante fuerte– que decir: «¡Generación de víboras! ¿Cómo podéis hablar lo bueno, siendo malos?» (Mateo 12: 34). «¿Cómo escaparéis de la condenación del infierno?» (Mateo 23: 33).

La Biblia describe con frecuencia la iglesia en términos de una familia. Somos hijos de Dios, parte de la familia de Dios y hermanos unos de otros.

En una familia sana, los padres ayudan, apoyan y capacitan a los hijos. Utilizan su posición de autoridad para preparar a sus hijos para la vida; sirviéndoles, animándoles, y dándoles las experiencias, mensajes y relaciones que necesitan. Pero en muchas ocasiones nos encontramos que la familia de la iglesia no se preocupa por sus miembros, por lo que sienten, lo que desean o necesitan.

En una iglesia sana, Dios es la fuente de aceptación, amor y valor. El pastor, los líderes y maestros están para ayudar a los miembros y capacitarlos. Su tarea es preparar a los miembros para el ministerio; sirviéndoles, edificándoles y dándoles las experiencias, mensajes y relaciones que necesitan. Pero lamentablemente vivimos últimamente situaciones donde no importa lo que la gente piensa, siente o desea. En estos casos en que los miembros están para acatar (voluntariamente o no) los deseos de los líderes, cuando alguien utiliza su posición de poder o autoridad para forzar a otros al sometimiento, manipulándolos y avergonzándolos, esto causa un daño espiritual y emocional grave, y se producen heridas irreparables en muchos casos. El lugar que debería ofrecer la mayor seguridad, ¡nuestro refugio!, en realidad está ofreciendo la mayor inseguridad, y ésta es una situación bien triste.

Cuando un dirigente se despreocupa de su rebaño y sólo mira su propio interés, las ovejas que están a su cargo se desorientan (pues aquél solo cuida de ellas por interés en el salario, mirando la posición de influencia que esto les procura, etc.). En lugar de aumentar su rebaño, es como si el pastor prefiriese disminuirlo para trabajar menos, para preocuparse menos, para no ejercer su vocación como les corresponde. Ese rebaño necesita otro pastor, un pastor genuinamente consagrado, auténtico, que tenga la oportunidad de ejercer bien su misión.

Los guías olvidan a veces que este asunto es entre el dueño de las ovejas y sus pastores, y que se les pedirán cuentas de cómo han cuidado y guiado al rebaño.

Con frecuencia nos encontramos que la institución, en nombre del evangelio (del que se siente guardiana), se predica a sí misma o se erige en un poder controlador. Posiblemente lo hace de buena fe y con objetivos honrados y respetables, pero se atribuye funciones que sólo pertenecen a Dios.

La reflexión se impone cuando examinamos la forma de hacer y de trabajar del propio Jesús. Hay unos caminos que nos llevan a la renovación y nos acercan a su espíritu, y otros que no. Es importante estudiar el evangelio, no para encontrar formas externas o doctrinales que excluyan y estigmaticen a los que no piensan como nosotros, sino para llenarnos del espíritu de amor y generosidad que movió a Jesús, en el cual todos se sentían acogidos.

Sí, es posible otra iglesia en la que no nos movamos por el interés personal, por las ansias de ser grandes, influyentes y poderosos, sino por un espíritu de humildad que nos lleve a acercarnos los unos a los otros, para compartir la riqueza del amor de Dios.

Sí, es posible otra iglesia que sea un instrumento de servicio y no de abuso.

domingo, 4 de octubre de 2009

La autoridad

Por Jonás Berea (jonasberea@gmail.com)
http://yoestoyalapuerta.blogspot.com/


El ensayista español José Antonio Marina escribía el 1 de octubre pasado en El Mundo un artículo con el mismo título que su último libro: "La recuperación de la autoridad". A raíz de ciertos sucesos recientes en el ámbito educativo, así como de diversas declaraciones de políticos sobre la necesidad de dotar de autoridad a los profesores, Marina, con su habitual precisión y buen juicio, ofrece algunas reflexiones sobre el concepto de autoridad, que luego aplica al ámbito educativo, pero que fácilmente pueden servir para otros contextos organizativos, como puede ser el de nuestra iglesia. Selecciono unos pasajes, destaco algunas palabras e invito a leer este texto pensando en la administración y el funcionamiento institucional y en el ejercicio del liderazgo en nuestra iglesia. De especial importancia es esta reflexión para cualquiera que ostente un cargo dirigente en la iglesia.

Como cristianos, debemos considerar también la dimensión espiritual del fenómeno (por ejemplo, sabemos que Dios puede suplir algunas carencias en el mérito propio –al que el autor hace referencia– de algunos dirigentes). Pero ello no resta valor al análisis de Marina; en todo caso, la misión sagrada de la iglesia exige un escrúpulo aún mayor en el nivel ético que se debe esperar en quienes sirven a la comunidad.

Escribe Marina:

«El concepto de autoridad apareció en Roma como opuesto al de poder. El poder es un hecho real. Una voluntad se impone a otra por el ejercicio de la fuerza. En cambio, la autoridad está unida a la legitimidad, dignidad, calidad, excelencia de una institución o de una persona. El poder no tiene por qué contar con el súbdito. Le coacciona, sin más, y el miedo es el sentimiento adecuado a esta relación. En cambio, la autoridad tiene que despertar respeto, y esto implica una aceptación, una evaluación del mérito, una capacidad de admirar, en quien reconoce la autoridad. Una muchedumbre encanallada sería incapaz de respetar nada. Es desde el respeto desde donde se debe definir la autoridad, que no es otra cosa que la cualidad capaz de fundarlo. El respeto a la autoridad instaura una relación fundada en la excelencia de los dos miembros que la componen: quien ejerce la autoridad y quien la acepta como tal.

»Éste es el sentido que aún conserva la palabra en expresiones como “es una autoridad en medicina”. Y es el que se ha perdido, por ejemplo, cuando se dice que un policía es representante de la autoridad. Esto sólo ocurre cuando el poder es legítimo y digno, porque en una tiranía la policía es sólo un representante del poder, de la fuerza. Ocurre lo mismo con la autoridad del Estado. Sólo la tiene cuando es legítimo y justo; de lo contrario es un mero mecanismo de poder. No lo olvidemos: el concepto de autoridad nos introduce en un régimen de legitimidad, calidad, excelencia, dignidad. Por eso tenía razón Hannah Arendt al decir que si desaparecía, se hundían los fundamentos del mundo. Al menos, del mundo democrático, que es al que ella se refería.

»La autoridad es, ante todo, una cualidad de las personas, basada en el mérito propio. A ella se refería el emperador Augusto en una frase famosa: “Pude hacer esas cosas porque, aunque tenía el mismo poder que mis iguales, tenía más autoridad”. Sin embargo, por extensión, se aplica a las instituciones especialmente importantes por su función social: el Estado, el sistema judicial, la escuela, la familia. En este caso, la autoridad no es el ejercicio del poder, sino el respeto suscitado por la dignidad de la función. Y esa dignidad obra de dos maneras diferentes. En primer lugar, confiere autoridad a quienes forman parte de esa institución, para que puedan realizar sus tareas. Por ello, todos los jueces, padres o profesores merecen respeto “institucional”. Pero, a su vez, esa dignidad conferida por el puesto, les obliga a merecerla y a obrar en consecuencia. Forma parte de su obligación profesional, podríamos decir.

»Como se ve, el modelo conceptual de la autoridad nos integra a todos en un modelo de la excelencia y el mérito. Por eso todas las sociedades torpemente igualitarias acaban rechazando la autoridad en este sentido, porque les cuesta aceptar las diferentes jerarquías de comportamientos y consideran que respetar a alguien es una humillación antidemocrática. Se instala así una democracia vulgar, basada en el poder, en vez de una democracia noble, basada en la calidad y el respeto (…).

»La recuperación de la autoridad no quiere decir sin más recuperación del orden y la disciplina, sino instauración de la excelencia democrática. La democracia no es un modo de vida permisivo, sino exigente, que, sin embargo, aumenta la libertad y las posibilidades vitales de todos los ciudadanos. A cambio nos pide un respeto activo, creador y valiente por todo lo valioso. La autoridad aparece así como el resplandor de lo excelente, que se impone por su presencia. Tal vez a esta relación se refería Goethe cuando nos recomendaba “desacostumbrarnos de lo mediocre y, en lo bueno, noble y bello, vivir resueltamente”.»