jueves, 23 de diciembre de 2010

La Navidad: un enfoque bíblico y adventista

Por Jonás Berea (jonasberea@gmail.com)
http://yoestoyalapuerta.blogspot.com/

Publicado también en Café Hispano (Spectrum)



En la Iglesia Adventista, al igual que en otras iglesias evangélicas, hay diferentes posiciones sobre si celebrar o no la Navidad, y en caso de celebrarla, sobre cómo hacerlo. En casi todas las iglesias de España, durante esas fechas se ponen árboles de Navidad, se hacen representaciones sobre el nacimiento de Jesús, se cantan villancicos o se convocan veladas navideñas.




Argumentos contra la celebración de la Navidad


Hay hermanos que se muestran contrarios a estas actividades, al considerar que la iglesia cristiana no debería participar en una fiesta cuya fecha de celebración no es siquiera la del nacimiento de Jesús, sino que es claramente de origen pagano. Ciertamente, es imposible que Jesús naciera a finales de diciembre: según Lucas 2: 8 los pastores estaban pernoctando al raso, algo que no se hacía en invierno. Además las autoridades nunca habrían ordenado un censo en esa estación (Lc. 2: 1). Pero, ante todo, la fecha del 25 de diciembre ya existía como festividad natalicia antes de la venida de Jesús. Correspondía en el calendario juliano al solsticio de invierno (no así en el actual, derivado de las reformas del papa Gregorio en el siglo XVI), de ahí que en él los romanos celebraran el día del nacimiento del Sol invicto, así como el nacimiento del dios solar de origen iranio Mitra. La creencia de que en ese día nació Cristo es uno más de los elementos del culto al Sol que inundaron el cristianismo de estos primeros siglos, y que se constató en fenómenos como la orientación de las basílicas hacia el este (lugar del nacimiento diario del Sol) o la representación de Cristo con símbolos solares en el primer arte cristiano. Entre estos elementos destaca el domingo, día del Sol, que muy pronto fue convertido en “día del Señor”.




Con el tiempo, los cristianos fueron adoptando celebraciones calcadas del calendario pagano romano y de tradiciones ancestrales de los pueblos del ámbito del imperio, tanto germánicos como mediterráneos. Las protestas de numerosos eclesiásticos no consiguieron frenar esta corriente de supersticiones y rituales que venían a contaminar la sencillez del culto cristiano. En el caso de la Navidad, aparte del día del nacimiento del Sol, la mayor influencia provino de las Saturnalia o fiestas en honor a Saturno que se celebraban entre el 17 y el 24 de diciembre, fechas en que se cerraban escuelas, negocios y juzgados para que la población pudiera consagrarse a celebraciones domésticas y públicas en las que abundaban la danza y el juego. Siendo que el día de año nuevo estaba cercano, las celebraciones “cristianas” de Navidad también asimilaron costumbres relacionadas con esta fiesta, como el intercambio de regalos y la decoración de los hogares con luces y vegetación.




La típica decoración navideña con vegetación verde procede también del paganismo: representaba la persistencia de la vida a través del ciclo cósmico-natural que acaba y comienza en el solsticio, pues a pesar de la muerte invernal, algunas especies siguen viviendo. En relación con ello está el árbol de Navidad, originariamente un árbol sagrado de tradición germánica; de hecho muchas culturas han adorado los árboles, o los han asociado a lo sagrado (Jer. 10: 2-5). La tradición católica también ha procedido a “cristianizar” este símbolo, reinterpretándolo como el madero de la cruz o como el árbol de la vida.




La Reforma protestante del siglo XVI supuso, en todos los órdenes sociales, una depuración de tradiciones ajenas al cristianismo, y llegó a afectar a la Navidad, tan cargada de simbología pagana. Incluso el gobernante puritano Cromwell la prohibió en Inglaterra durante el periodo 1642-1660, decretando que el 25 de diciembre fuera un día laboral, con multa o cárcel a quien le diera significado religioso. Lo mismo hicieron los puritanos de Nueva Inglaterra entre 1659 y 1681. Todavía hoy hay grupos cristianos que se niegan a celebrarla.




¿Ellen G. White contra la Navidad?




Los adventistas tenemos en consideración lo que Ellen G. White escribió sobre la Navidad. Como en otros asuntos, algunos leen en sus escritos un rechazo tajante, al centrarse en pasajes como los siguientes:




«Se dice que el 25 de diciembre es el día en que nació Jesucristo, y la observancia de ese día se ha hecho costumbre popular. Sin embargo, no hay seguridad de que estemos celebrando el día preciso en que nació nuestro Salvador. La historia no nos da pruebas ciertas de ello. La Biblia no señala la fecha exacta. Si el Señor hubiese considerado tal conocimiento como esencial para nuestra salvación, habría hablado de ello por sus profetas y apóstoles, a fin de dejarnos enterados de todo el asunto. Por lo tanto, el silencio de las Escrituras al respecto nos parece evidencia de que nos fue ocultado con el más sabio de los propósitos.




»Dios ocultó el día preciso en que nació Cristo, a fin de que ese día no recibiese el honor que debía darse a Cristo como Redentor del mundo y el único que debía ser recibido y en quien se debía confiar por ser el único capaz de salvar hasta lo sumo a todos los que se allegaron a él. La adoración del alma debe tributarse a Jesús como Hijo del Dios infinito» (Review and Herald, 9 de diciembre de 1884).




«Cristo debe ser el objeto supremo; pero en la forma en que se ha estado observando la Navidad, la gloria se desvía de él hacia el hombre mortal, cuyo carácter pecaminoso y defectuoso hizo necesario que el Salvador viniese a nuestro mundo. Jesús, la Majestad del cielo, el Rey del cielo, depuso su realeza, dejó su Trono de gloria, su alta investidura, y vino a nuestro mundo para traer auxilio divino al hombre caído, debilitado en su fuerza moral y corrompido por el pecado. […] Los padres debieran recordar estas cosas a sus hijos e instruirlos, renglón tras renglón, precepto tras precepto, en su obligación para con Dios, no en la que creen tener uno hacia otro, de honrarse y glorificarse mutuamente con regalos» (El hogar cristiano, págs. 437, 438).




«Que no haya una preocupación ambiciosa y desmedida por comprar regalos para Navidad y Año Nuevo. Los pequeños regalos para los niños pueden no estar fuera de lugar, pero el pueblo del Señor no debiera gastar su dinero en comprar regalos costosos» (Alza tus ojos, pág. 366).




«He dicho a mi familia y a mis amistades que mi deseo es que nadie me haga un regalo de cumpleaños o de Navidad, a menos que sea con el permiso de transferirlo a la tesorería del Señor, para ser asignado al establecimiento de las misiones» (El hogar cristiano, págs. 432).




Celebración bajo ciertas condiciones




Pero lo cierto es que, junto a esos pasajes, hay otros en los que Ellen White contempla la celebración de la Navidad bajo ciertas condiciones:




«El mundo dedica las fiestas a la frivolidad, el despilfarro, la glotonería y la ostentación… En ocasión de las próximas fiestas de Navidad y Año Nuevo se desperdiciarán miles de dólares en placeres inútiles; pero es privilegio nuestro apartarnos de las costumbres y prácticas de esta época de degeneración; y en vez de gastar recursos simplemente para satisfacer el apetito y comprar inútiles adornos o prendas de vestir, podemos hacer de las próximas fiestas una ocasión de honrar y glorificar a Dios» (El hogar cristiano, págs. 437, 438).




«En vista de que el 25 de diciembre se observa para conmemorar el nacimiento de Cristo, y en vista de que por el precepto y por el ejemplo se ha enseñado a los niños que es en verdad un día de alegría y regocijo, os resultará difícil pasar por alto esa fecha sin dedicarle cierta atención. Es posible valerse de ella con un buen propósito. […] En vez de ser ahogado y prohibido arbitrariamente, el deseo de divertirse debe ser controlado y dirigido por esfuerzos esmerados de parte de los padres. Su deseo de hacer regalos puede ser desviado por cauces puros y santos a fin de que beneficie a nuestros semejantes al suplir la tesorería con recursos para la grandiosa obra que Cristo vino a hacer en este mundo. […]




»Se acerca la época de las fiestas con su intercambio de regalos, y tanto los jóvenes como los adultos consideran atentamente que pueden dar a sus amigos en señal de afectuoso recuerdo. Por insignificantes que sean los regalos, es agradable recibirlos de aquellos a quienes amamos. Constituyen una demostración de que no nos han olvidado, y parecen estrechar un poco más los lazos que nos unen con ellos… Está bien que nos otorguemos unos a otros pruebas de cariño y aprecio con tal que no olvidemos a Dios, nuestro mejor Amigo. Debemos hacer regalos que sean de verdadero beneficio para quienes los reciban. Yo recomendaría libros que ayuden a comprender la Palabra de Dios o que acrecienten nuestro amor por sus preceptos. Proveamos algo que leer para las largas veladas del invierno» (El hogar cristiano, págs. 436, 437).




«Agradaría mucho a Dios que cada iglesia tuviese un árbol de Navidad del cual colgasen ofrendas, grandes y pequeñas, para esas casas de culto. Nos han llegado cartas en las cuales se preguntaba: ¿Tendremos un árbol de Navidad? ¿No seremos en tal caso como el mundo? Contestamos: Podéis obrar como lo hace el mundo, si estáis dispuestos a ello, o actuar en forma tan diferente como sea posible de la seguida por el mundo. El elegir un árbol fragante y colocarlo en nuestras iglesias no entraña pecado, sino que éste estriba en el motivo que hace obrar y en el uso que se dé a los regalos puestos en el árbol.




»El árbol puede ser tan alto y sus ramas tan extensas como convenga a la ocasión, con tal que sus ramas estén cargadas con los frutos de oro y plata de vuestra beneficencia y los ofrezcáis a Dios como regalo de Navidad. Sean vuestros donativos santificados por la oración.




»Las fiestas de Navidad y Año Nuevo pueden y deben celebrarse en favor de los desamparados. Dios es glorificado cuando damos para ayudar a los que han de sustentar familias numerosas.




»No adopten los padres la conclusión de que un árbol de Navidad puesto en la iglesia para distraer a los alumnos de la escuela sabática es un pecado, porque es posible hacer de él una gran bendición. Dirigid la atención de esos alumnos hacia fines benévolos. […]




»Los más ricos también debieran manifestar interés y dar regalos y ofrendas proporcionales a los recursos que Dios les confió. ¡Ojalá que en los libros del cielo se hagan acerca de la Navidad anotaciones cual nunca se las vio, por causa de los donativos que se ofrezcan para sostener la obra de Dios y el fortalecimiento de su reino!» (El hogar cristiano, pags. 439, 440).




«Al terminar el largo viaje que me trajo del este, llegué a casa a tiempo para pasar la víspera de Año Nuevo en Healdsburg. El salón de actos del colegio había sido preparado para una reunión de la escuela sabática. Se habían ordenado con buen gusto guirnaldas de ciprés, hojas otoñales, ramas de coníferos y flores. Una gran campana formada con ramas de pino colgaba del arco de entrada al salón. El árbol estaba bien cargado de donativos, que iban a emplearse para beneficio de los pobres y para contribuir a la compra de una campana… En esa ocasión nada se dijo ni se hizo que hubiese de cargar la conciencia de nadie. Algunos me dijeron: “Hermana White, ¿qué piensa Vd. de esto? ¿Concuerda con nuestra fe?” Les contesto: “Concuerda con mi fe.”» (El hogar cristiano, pág. 458).




Centrando el asunto




Entonces, ¿es la Navidad una fiesta cristiana o no? El que la fecha de celebración, y muchos de los símbolos que la rodean, sean de origen pagano, ha movido a algunos a rechazar por completo cualquier celebración, e incluso a considerar que quien participa de estas fiestas está rindiendo culto al sol y a la naturaleza, o está sacrificando a sus hijos a Tammuz (véase, por ejemplo, el alarmista vídeo Navidad, falsa y vana tradición).




Algunos cristianos muestran una gran precaución hacia ciertos símbolos por considerar que son de origen pagano. El problema es que en ocasiones se atribuye a esos elementos un peligro en sí mismos, y no tanto en el significado que hoy en día se les da. La peligrosidad de ciertos objetos reside en el significado que en cierto contexto social puedan tener. De este modo, si en nuestros días un cristiano decora el salón de su casa con una reproducción de un papiro egipcio, no lo estará haciendo por rendir culto a los dioses que puedan aparecer representados en él, sino porque le gusta ese estilo artístico o como recuerdo de un viaje al país del Nilo. O el hecho de llevar corbata no implica una afición a la guerra o una opción política, a pesar de que en su origen esta prenda la pusieron de moda los mercenarios croatas en la Francia del siglo XVII, y de que en el siglo XIX se vestían corbatas con colores diferentes como signo de adscripción a ciertas ideologías políticas.




Hay muchos elementos de uso cotidiano que en sus orígenes estaban asociados al paganismo o a prácticas inmorales, pero que hoy en día nadie, o casi nadie, asocia con esos valores, de ahí que en sí no sean peligrosos para los cristianos. Por poner un árbol de Navidad o por decorar con vegetación verde, en principio ninguna familia o iglesia va a correr peligro de deslizarse a la adoración de las fuerzas de la naturaleza. O por montar un pequeño belén con figuritas no hay riesgo de idolatría.




Por otro lado, la Navidad conserva un bagaje auténticamente cristiano, y por tanto aprovechable, que se ha transmitido a lo largo de los siglos: aunque de ningún modo debería concebirse como una tregua, puede ser positivo el espíritu de paz, alegría, solidaridad, encuentro familiar, incluso reconciliación que algunos tratan de promover en estas fechas. Y aunque la megafonía ha invadido nuestros espacios sonoros, todavía se pueden disfrutar en algunas poblaciones de grupos de niños o jóvenes interpretando por las calles villancicos en directo. Algunas de estas canciones de Navidad expresan correctamente el misterio de la encarnación del Hijo de Dios (otros son teológicamente aberrantes y musicalmente vulgares).




El seguidor de Jesús que recuerde un día al año de forma especial la encarnación de Cristo no necesariamente está incumpliendo su Palabra. Eso sí, si algún profeso cristiano sólo se acuerda de ese milagro el día de Navidad, realmente tiene un problema espiritual. Para el cristiano auténtico siempre es Navidad, pues el nacimiento de Cristo (tanto el acontecimiento histórico como el que cada día hemos de vivir en nuestro corazón) ha de celebrarse permanentemente.




Los cristianos en general, y los adventistas en concreto, suelen celebrar algunas festividades tradicionales de sus países o de su entorno social. Pienso que no es inapropiado hacerlo, siempre que no se otorgue a la fecha en sí un significado espiritual, equivalente por ejemplo al del sábado señalado por Dios. Los estadounidenses de las ideas más diversas se reúnen en familia el Día de Acción de Gracias; aunque exista el riesgo de darle un peligroso significado político-religioso a esa fecha (el reconocimiento de la supuesta elección providencial del país por parte de Dios), en principio los creyentes puede celebrarlo con un espíritu familiar. Seguro que hay cristianos en entornos musulmanes que, aunque no practican el ayuno del Ramadán, no tienen reparo en coincidir con amigos musulmanes en la cena que al final del mes hacen para romper el ayuno. Si unos amigos judíos me invitaran a celebrar la Pascua, aunque creo que nuestra Pascua, que es Cristo, ya fue sacrificada (1 Co. 5: 7), estaría encantado de compartir esos momentos con ellos (seguramente los apóstoles continuaron haciéndolo con sus hermanos judíos años después de la Resurrección).




En la medida en que no violentemos los mandatos de Dios y los dictados de nuestra conciencia, pienso que debemos hacernos «a los judíos como judío, para ganar a los judíos; a los que están bajo la ley, como bajo la ley, para ganar a los que están bajo la ley; a los que están sin ley, como si yo estuviera sin ley (no estando yo sin ley a Dios, mas bajo la ley a Cristo), para ganar a los que están sin ley» (1 Co. 9: 21). Pablo dijo que se podía comer tranquilamente de lo sacrificado a los ídolos (ver 1 Corintios 8 al 10), pues para los cristianos esos ídolos simplemente no existen, son dioses falsos. Ahora bien, si se da un sentido sagrado a esa comida, sin duda es pecado. Lo mismo se puede decir de la Navidad: si se le da un sentido litúrgico, con la convicción de que se está practicando un ritual espiritualmente necesario (como indicaría la doctrina oficial de la Iglesia Católica), la celebración es pagana.




En cuanto a la procedencia solar de la fiesta, similar al origen del domingo, habría que señalar lo siguiente: si el Señor hubiera ordenado que se recordara la natividad de Jesús un día concreto, y la sociedad celebrara otro día, sería grave celebrarlo en el día incorrecto, pues atentaría contra la voluntad expresa de Dios para el hombre. Pero el Señor no ha dejado ninguna instrucción clara sobre esta conmemoración, por lo que será pecaminosa o no según el sentido que le demos. En cambio, hay un mandamiento que claramente indica que debe guardarse el sábado, pero la mayor parte de los profesos cristianos asumen que no debe guardarse ese día, sino el día del sol, sin que jamás en la Biblia se indique tal cambio. Por supuesto, descansar el domingo no es pecado, aunque Dios no lo mande; pero dar un sentido espiritual a ese día, como conmemoración de la resurrección de Jesús, es pagano.




Propuestas




A continuación propongo algunas ideas relacionadas con la celebración de la Navidad:


1) Recordar cómo ocurrió realmente la natividad de Jesús, prescindiendo de elementos no bíblicos. Muchos no cristianos, al comprobar que la Navidad ha asimilado numerosas tradiciones míticas, acusan al cristianismo de ser una religión elaborada a partir de influencias de otras religiones. Por culpa del sincretismo de la tradición supuestamente cristiana, creen que lo bíblico tiene el mismo valor que lo mítico. De ahí que sea necesario eliminar los elementos legendarios para salvaguardar lo que la Escritura sí nos transmite. Por ejemplo, Jesús no nació ni se alojó de bebé en una cueva, como muchas veces se le representa; este espacio, que efectivamente se incorporó a la tradición sobre la Navidad, procede del culto a Mitra. (Curiosamente, la Biblia tampoco dice que Jesús naciera en un establo, sino sólo que acostaron al bebé en un pesebre, según Lucas 2: 7. Ni dice que hubiera un buey y un asno; estos animales están tomados de la asociación del nacimiento del Salvador con el texto de Isaías 1: 3: «El buey conoce a su dueño, y el asno el pesebre de su señor; pero Israel no conoce, mi pueblo no tiene discernimiento». Pero estos elementos populares no incitan a la confusión con mitos paganos).


2) Identificar correctamente a los magos de oriente, evitando llamarles “Reyes Magos”. Mantener el rigor bíblico en estos detalles, sin llegar a resultar quisquillosos o impertinentes, contribuirá a que el pueblo adventista, celoso por la verdad revelada, señale a la Biblia como única fuente de autoridad, y advierta sobre la intromisión de elementos paganos en muchas tradiciones tenidas por cristianas (como venimos haciendo tradicionalmente con respecto a otras verdades, como el sábado). No es infrecuente observar en carteles o fiestas de algunas de nuestras iglesias referencia a los “Reyes Magos”. La idea de que fueran reyes quizá proceda de la asociación (caprichosa) con Isaías 60: 3: «Caminarán las naciones a tu luz, y los reyes al resplandor de tu alborada» e Isaías 49: 23: «Reyes serán tus ayos, y sus princesas tus nodrizas; postrados ante ti, rostro a tierra, lamerán el polvo de tus pies». Por supuesto, tampoco podemos saber cuántos eran, a pesar de que llevaran tres regalos. Las primeras imágenes artísticas, ya del siglo III, muestran a dos o cuatro magos, y se llegaron a representar en números de lo más variado: seis, doce (en prefiguración de los apóstoles y simbolizando las tribus de Israel) y hasta sesenta. Por supuesto, los nombres de Melchor, Gaspar y Baltasar, y otros que se les atribuye, también son tardíos, así como su iconografía representando tres edades o tres razas (Baltasar no apareció como negro hasta el siglo XIV), y la fecha de su festividad, 6 de enero, corresponde a una fiesta pagana anterior. Hoy en día se rinde culto idolátrico a sus supuestas reliquias en la catedral católica de Colonia.


3) Evitar el consumismo. Más que la fecha solar o el árbol, la auténtica naturaleza pagana de estas fiestas reside en la vorágine materialista y hedonista que todo lo invade: la fuerte presión publicitaria, que para colmo explota interesadamente los valores más entrañables, con el objetivo de que nos prodiguemos en regalos (algunos de ellos “de compromiso”) o nos gastemos cifras escandalosas en alimentos con precios artificialmente inflados, que a su vez inflarán nuestros cuerpos (“total, una vez al año…”); la lotería, retransmitida simultáneamente durante horas por todos los medios de comunicación, asumiendo que todos los españoles estamos deseando hacernos ricos de golpe y sin esfuerzo, y generando esa mezcla ridícula de admiración y envidia hacia los “agraciados”… La Navidad, tal como se celebra hoy, simboliza el triunfo del capitalismo, con su traducción estética en iluminaciones de dudoso gusto, proliferación de adornos producidos en serie, “papá noeles” y “santa clauses” de lo más vulgar y kitsch, y villancicos a ritmo de percusión electrónica expelidos sin cesar por los altavoces de centros comerciales y muchos rincones de las ciudades.




4) Promover la solidaridad, aprovechando la sensibilización social en estas fechas, pero tratando de hacer de ella algo continuo a lo largo del año. Recuerdo que un pastor contó en estas fechas una historia “conmovedora”, en la que una familia invitaba a un “sin techo” a comer con ellos por Navidad. Y yo me preguntaba: ¿Y qué hicieron con él tras la cena? ¿Lo volvieron a mandar a las frías calles del invierno? Evitemos la solidaridad transitoria.




5) Preparar regalos sobre todo para los más necesitados, como recomienda Ellen White. Es triste ver cómo en muchas iglesias se celebra el “amigo secreto” para la autocomplacencia, cuando quizá no se ha pensado en quienes no tienen amigos secretos, ni siquiera conocidos…




6) Aunque podemos servirnos del clima positivo que las fiestas favorecen (el “espíritu de la Navidad”), no concibamos estas fechas como una tregua en las relaciones, como un momento sacro en el calendario litúrgico, que será quebrado tan pronto como tras las fiestas volvamos a las rutinas habituales. Esta tentación también existe con el sábado (con la diferencia de que éste sí es un día sagrado); hay hermanos que no harían ciertas acciones de dudosa moralidad en ese día “tabú”, pero las llevarían a cabo a la puesta de sol, sin que por ello la cualidad moral intrínseca de las mismas haya cambiado…




7) Hoy en día casi todas las familias occidentales ven la Nochebuena como una ocasión de encontrarse y cenar juntos. La Navidad se entiende socialmente como una fiesta familiar. Ya que hay cierta sensibilidad hacia lo espiritual o lo ético mayor que el resto del año, puede ser una buena ocasión para que en esa cena o en esas fechas se hable o se reflexione acerca del niño que nació en Belén, y del sentido de ese nacimiento. Se pueden enviar postales o correos electrónicos bien seleccionados, añadiéndoles textos bíblicos que aluden al tema y que hacen pensar sobre él. Es un momento en que la gente no tiene tantos prejuicios para oír hablar de Jesús.




8) “Celebrar la Navidad” en cualquier momento del año: resulta muy didáctico, desde el punto de vista teológico, predicar en nuestras iglesias sobre el nacimiento de Jesús en abril, o en julio, recordando que es Navidad. No reservemos los himnos de Natividad para las fechas en que el mundo pone de moda el tema: programémoslos en los cultos de cualquier momento del año. Hay quienes desean “Feliz Navidad” a sus amigos desde febrero hasta noviembre; es un recurso que puede servir para hacer pensar sobre el significado real de que Cristo haya nacido en este mundo, y para hablar sobre la encarnación del hijo de Dios.




9) Destacar que la evocación del nacimiento de Jesús es un acto conmemorativo, pero no litúrgico (véase la sección final del artículo).




10) No participar en la “guerra cultural de la Navidad”.




La guerra cultural de la Navidad




Hoy en día existe un movimiento social contra la celebración de ciertas festividades religiosas, protagonizado por grupos laicistas que proponen la retirada de lo religioso del ámbito público. Aunque en ocasiones resultan extremistas, hay que reconocerles su grado de razón; durante siglos en los países llamados “cristianos”, y no sólo en los católicos como España, se han impuesto prácticas religiosas al conjunto de la población: asistencia a servicios religiosos, procesiones, días festivos, ayunos, actos litúrgicos… Las minorías religiosas o los no creyentes normalmente no han tenido margen para vivir según les indicaba su propia conciencia. Un requisito fundamental para garantizar la libertad religiosa es desvincular las prácticas de ciertas confesiones concretas del ámbito público, especialmente el estatal. La celebración de la Navidad está teñida hoy más de aspectos populares y comerciales que de un carácter confesional, de ahí que resulte ridículo combatirla en nombre de la aconfesionalidad; pero es perfectamente legítimo que haya no creyentes, y por supuesto también cristianos, que prefieran prescindir de ella y evitar sus símbolos.




La agencia Adventist News Network (14/12/2005) recogía las declaraciones de Joe Wheeler, un autor adventista que ha escrito la serie de catorce exitosos libros La Navidad en mi corazón: «No sé por qué ha surgido este movimiento [de rechazar el saludo 'Feliz Navidad'], a menos que nos estemos volviendo tan secularizados... que aun los cristianos profesos no estén practicando la religión de la manera en que lo solían hacer». «Como cristianos adventistas necesitamos reconocer que cuando Pablo dijo que no dejemos que el mundo nos obligue a adoptar su molde, estaba hablando de algo que trasciende el tiempo». «Con los medios que nos acosan las 24 horas del día, todos los días de la semana, estamos enfrentando esto como nunca antes. Requiere de un esfuerzo casi sobrehumano evitar esto».




Wheeler asocia el rechazo a la Navidad con el conformismo social; pero habría que preguntarse: ¿Y acaso la celebración de la Navidad no comporta en gran medida una adaptación a la presión social? ¿Acaso el ciudadano no tiene que hacer un esfuerzo sobrehumano si quiere evitar la música, los símbolos, los eslóganes y todo tipo de elementos navideños con que los medios de comunicación y los comercios nos bombardean en estas fechas? Lo cierto es que la posición de Wheeler coincide con la peligrosa corriente que en su país protagoniza la llamada Derecha Cristiana, cuyo principal objetivo es unir política y religión, y recuperar la supuesta identidad cristiana de Estados Unidos, considerando al conjunto de la sociedad como un grupo religiosamente homogéneo, y amenazando gravemente la libertad de conciencia. (En otros países existen movimientos similares; en España la iniciativa de estas guerras culturales la lleva la Iglesia Católica Romana, con cada vez mayor acogida en el mundo evangélico.) Y resulta chocante que Wheeler haya escrito también un libro sobre el supuestamente cristiano “San Nicolás” (en realidad, tan pagano como la mayoría de las leyendas hagiográficas), una figura que ciertas campañas actuales quieren recuperar, desplazando al más bien inocuo Papa Noel o Santa Claus. Es triste comprobar cómo algunos adventistas no se dan cuenta de que la mayor amenaza a la libertad en nuestros días no es el secularismo (aun siendo peligroso), sino la imposición de un “cristianismo” espurio.




Pero lo más grave de este autor es que considera que «los adventistas –cuyo nombre denominacional habla de la segunda venida de Cristo– deberían también contemplar su primer Advenimiento», y para ello propone que «durante la estación navideña, sea como fuere, al menos durante los 24 días del Adviento que deberíamos tomar en serio, deberíamos interrumpir las intromisiones electrónicas en nuestras vidas». Los creyentes deberíamos «leer el relato a nuestros niños, leer el relato de la Escritura, realizar juegos, hacer regalos en lugar de comprarlos, visitar a los ancianos, y realizar actividades divertidas con nuestras familias para redescubrirlas». ¿Tiene el Adviento un valor similar al del Segundo Advenimiento?






¿Adviento adventista?


Según la tradición católica (conservada en algunas iglesias protestantes históricas) el Adviento es un tiempo litúrgico correspondiente a los cuatro domingos anteriores a la Navidad. El Catecismo de la Iglesia Católica explica que «al celebrar anualmente la liturgia de Adviento, la Iglesia actualiza esta espera del Mesías: participando en la larga preparación de la primera venida del Salvador, los fieles renuevan el ardiente deseo de su segunda Venida (cf Ap 22, 17)». Pero, aunque se menciona la Segunda Venida, la teología católica del Adviento pone mucho más énfasis en la “actualización” de la natividad que en la certeza de la parusía, y destaca la idea de que Cristo llega de forma espiritual, pero real, en la festividad del 24 de diciembre. De acuerdo con estas doctrinas, ese día es el «cumpleaños de Jesucristo» (en cierta ocasión me sorprendió que una iglesia adventista los niños cantaran el día de Navidad “Jesús, hoy es tu cumpleaños”; considero que ésta sí es una concesión excesiva al paganismo). Admitir el tiempo de Adviento implica participar de una visión cíclica de la historia de la salvación, interpretando de forma sacramental que Cristo nace cada año (lo mismo que en la misa católica se “actualiza” su sacrificio cada día, y en la Semana Santa se ritualiza su muerte). Con no poca sabiduría, canta una copla flamenca:




Esta noche nace el Niño,


es mentira, que no nace,



éstas son las ceremonias



que to’ los años le hacen.




Frente a la concepción cíclica pagano-católica del Adviento, la Biblia presenta una visión de la historia como una sucesión de proyectos humanos fallidos, y una irrupción final y abrupta de Dios para instaurar su Reino. Jesús no “nace” cada año, ni “viene” por Adviento y Navidad, sino que nació físicamente en un momento concreto de la historia, y puede nacer espiritualmente cada día, cada momento, en la vida del cristiano. Su encarnación en nuestras vidas no depende del calendario, sino de nuestra aceptación. Y la única venida pendiente es su regreso definitivo para redimir a la humanidad.












domingo, 28 de noviembre de 2010

El sacerdocio universal de los creyentes y el ministerio eclesial

Por Jonás Berea (jonasberea@gmail.com)
http://yoestoyalapuerta.blogspot.com/

El libro de Russell Burrill Revolución en la iglesia. Secretos para liberar el poder del laicado (Gema/APIA, 2005) propone una redefinición de la forma de trabajar en las iglesias, según la cual los pastores deben fomentar que los “laicos” asuman responsabilidades, y éstos han de organizarse para aprovechar todo su potencial de cara a la evangelización y a la dinamización de la propia iglesia.


Sacerdotes, laicos, ancianos, pastores

Para ello, según Burrill, es necesario que los adventistas comprendamos con claridad una enseñanza bíblica fundamental: el sacerdocio universal de los creyentes. Tristemente, es frecuente comprobar que en nuestro medio perviven interpretaciones que dividen a los miembros de iglesia en dos “niveles”: por un lado estarían los “laicos” o miembros comunes, y por encima de ellos los ministros (con su correspondiente jerarquía: administradores, pastores ordenados, pastores no ordenados…). Una errónea interpretación de la ordenación tiende a conferir a los pastores un rango sacerdotal; de hecho, es común atribuir a los pastores funciones propias de los sacerdotes del Antiguo Testamento, como si el equivalente de los sacerdotes en la iglesia fueran los pastores (éste es uno de los absurdos argumentos que se suele utilizar para rechazar la ordenación de la mujer: en el antiguo Israel Dios no aceptó “sacerdotisas”).

Por todo ello, satisface comprobar que Burrill expone con claridad la enseñanza bíblica del sacerdocio universal. Procedo a reproducir amplios pasajes de la obra, añadiendo negritas a su texto e insertando algunos comentarios personales.

«El Nuevo Testamento anuncia en términos inequívocos la restauración de lo que Adán había perdido: el privilegio de todo creyente de ser sacerdote delante de Dios. La muerte de Cristo en el Gólgota ha eliminado a la clase sacerdotal para siempre. Cristo ha derribado toda pared, incluyendo la que separaba a los pastores de los laicos. En el reino de Cristo hay una sola clase: la clase sacerdotal en la que nacen todos los creyentes cuando aceptan a Cristo Jesús como su Redentor» (pág. 30).

La enseñanza del sacerdocio universal está expresada en el libro que desarrolla las 28 creencias fundamentales de los adventistas del séptimo día (creencia 12, “La iglesia”, epígrafe “La organización de la iglesia”). Allí se señala que “este sacerdocio no hace distinciones de rango entre los ministros y los laicos, si bien deja lugar para una diferencia en función entre ambos grupos” (Creencias de los adventistas del séptimo día, Madrid, Safeliz, 1989, p. 167; destacados añadidos). Ahora bien, dada su importancia, quizá no aparezcan suficientemente destacadas las implicaciones de esta verdad; y cabe preguntarse si cuando se prepara con estudios bíblicos a una persona para el bautismo se enseña esta creencia (especialmente necesaria, dado que la mayoría de los catecúmenos arrastra una formación religiosa que tiende a elevar el rango de los “clérigos” y a menospreciar el de los “laicos”; véase Entre vosotros no será así).

En realidad el propio uso del término “laico” para designar a los fieles que no son obreros de la organización eclesiástica, si bien resulta útil, no es bíblicamente acertado. Aunque el término no aparece en la Escritura, se desprende de ella que en realidad todos somos laicos, pues “laico” significa “del pueblo”: procede del griego “laós” (pueblo), palabra que figura en numerosos pasajes donde siempre designa al conjunto de los fieles, y no sólo a los que no son ministros (Mateo 2: 6; Romanos 9: 26; 2 Corintios 6: 16; Tito 2: 14; Hebreos 2: 17; Apocalipsis 18: 4; 21: 3, etc.). El término griego “kleros” (de donde procede “clero”) sí aparece en el Nuevo Testamento, pero siempre con el sentido de “parte”, “herencia”, “suerte”, y nunca para designar a un grupo de hermanos diferenciado de los demás (Mateo 27: 35; Juan 19: 24; Hechos 1: 17; Colosenses 1: 12, etc.).

La Biblia explica sobre todo la función dirigente del anciano (griego “presbýteros”), equivalente al obispo (griego “epískopos”: Hechos 14: 23; 15: 2; 20: 17; 1 Timoteo 3: 2; 5: 17; Tito 1: 5, 7; Santiago 5: 14, etc.). Pero en nuestra iglesia, paradójicamente, se considera que los ancianos son “laicos”, pues a pesar de estar ordenados no son obreros de la organización. En cuanto a los pastores, sólo se citan en Efesios 4: 11; Hebreos 13; 7, 17, 24 y 1 Pedro 5: 4, sin especificar claramente unas funciones diferenciadas de las de los ancianos (véase la exposición que del asunto hace Rolf Pöhler en “Misión – Bendición – Ordenación”, capítulo 7 de la obra La iglesia de Cristo. Su misión y su ministerio en el mundo, del Comité de Investigación Bíblica, Conferencias Bíblicas de la División Euroafricana, 1993, págs. 205-210).


¿Qué implica el sacerdocio universal?

Uno de los principales textos bíblicos en que se fundamenta la enseñanza del sacerdocio universal es 1 Pedro 2: 5, 9:



Vosotros también, como piedras vivas, sed edificados como casa espiritual y sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales aceptables a Dios por medio de Jesucristo. […] Vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios para que anunciéis las virtudes de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admirable.
Sigo citando el libro de Burrill: «De acuerdo con el apóstol Pedro todos los cristianos pertenecen al sacerdocio. En el Nuevo Testamento la iglesia no tiene un sacerdocio. Ella es un sacerdocio. El sacerdocio de todos los creyentes es el único sacerdocio autorizado en el Nuevo Testamento. Aquí tenemos la restauración completa de lo que Adán había perdido. Todos los hijos de Dios tienen ahora acceso directo al Padre, y todos los hijos de Dios tienen derecho al ministerio. Ese derecho ha sido enteramente establecido por el ministerio redentor de Cristo» (págs. 30-31).

Tras citar Romanos 12: 1, Burrill continúa: «De acuerdo con Pablo y con Pedro, el ministerio no es un derecho, ni siquiera un privilegio exclusivo de cada uno de los creyentes del Nuevo Testamento; sino que es resultado natural de llegar a ser cristiano. La iglesia del Nuevo Testamento no concebía que hubiera algún cristiano que no estuviera involucrado en el ministerio. Era algo que estaba implícito en la teología de los primeros cristianos. Era su derecho y privilegio porque Cristo había muerto por ellos.

»De alguna manera, en esta era moderna, hemos divorciado el ministerio del cristianismo básico. Ha ganado aceptación la idea de que es posible ser cristiano y no compartir las labores del ministerio. El ministerio, se han atrevido a declarar algunos, es únicamente responsabilidad del pastorado. Inclusive algunos pastores han advertido a los laicos que no entren en sus dominios. Sin embargo, ejercer el ministerio no es prerrogativa solamente del pastorado. Al contrario, es el dominio adecuado de todos los creyentes. Ese derecho fue el legado de la muerte de Cristo en el Gólgota. Limitar el ministerio al pastorado es algo totalmente ajeno a la iglesia del Nuevo Testamento. El que cada miembro se integrara al ministerio, en armonía con sus dones espirituales, era la norma para la iglesia del primer siglo. Asimismo, debe llegar a ser la norma para la iglesia de Dios de los últimos días» (págs. 31-32).

Burrill explica que «los adventistas siempre han creído en la doctrina del sacerdocio de todos los creyentes» y recurre a un interesante paralelismo: «La implicación más básica de aceptar esta doctrina es la comprensión de que cada creyente tiene acceso directo al Padre por medio de Cristo Jesús. Hay un solo Mediador entre nosotros y Dios: Jesús (1 Tim. 2:5). Ningún adventista pensaría en ir a su pastor y pedirle que perdonara sus pecados. Sin duda cualquier pastor que intentara conceder tal perdón perdería sus credenciales. Debido a nuestra firme creencia en la doctrina del sacerdocio de todos los creyentes, consideramos un anatema siquiera pensar en un mediador que no sea Cristo, para recibir el perdón de nuestros pecados».

Obviamente, esto no ocurre en nuestras iglesias, pero hay otras situaciones en las que los creyentes sí perciben al pastor como a un sacerdote o un clérigo, con atribuciones, espiritualidad y autoridad jerárquicamente superiores. A veces se cree que tiene un poder especial para “bendecir”. Incluso no es extraño que el propio pastor asuma este papel (me contaron el caso de un hermano que pidió que el pastor bendijera su coche nuevo; lo grave es que ¡el pastor accedió!). Si todos los miembros (empezando por los pastores) comprendiéramos la doctrina del sacerdocio universal y la pusiéramos en práctica, nuestras iglesias funcionarían más de acuerdo con la voluntad de Dios.

Según Burrill, «si cada miembro es un sacerdote, entonces cada cristiano es realmente un ministro; y por lo tanto, tiene un ministerio que ejercer. Una vez que el pueblo acepta la enseñanza del Nuevo Testamento del sacerdocio de todos los creyentes, debe aceptar el hecho de que, como sacerdotes, todos los creyentes tienen un ministerio, y todos deben identificar su ministerio, o ser considerados cristianos infieles.

»Esta comprensión de la doctrina del sacerdocio de todos los creyentes nos ayudará a eliminar las distinciones artificiales que han surgido entre los laicos y el pastorado. Siendo que cada cristiano es un ministro, el pastorado no tiene ante Dios una posición más elevada que los laicos. Las oraciones de los pastores no suben más alto que las oraciones de los laicos.

»Lamentablemente, muchos laicos han considerado que sus pastores tienen un nivel espiritual más elevado que el de ellos, simplemente a causa de su función pastoral. Pero si entendemos correctamente el sacerdocio de todos los creyentes, nos daremos cuenta que no hay diferencia de rango entre laicos y pastores. Estamos todos al mismo nivel. Sin embargo, hay una diferencia funcional entre pastores y laicos. En otro capítulo consideraremos esta diferencia al examinar la descripción bíblica del trabajo del pastor.»

Efectivamente, más adelante Burrill explica la función del pastor como dinamizador que forma a los miembros para que descubran y desarrollen sus dones y participen activamente. «No obstante», continúa el autor, «debe decirse claramente ahora, que de acuerdo con la Escritura, la función del laicado es la de ejercer el ministerio. ¡Siempre que los creyentes estén ejerciendo el ministerio, estarán actuando en la capacidad de laicos, aunque pertenezcan al pastorado!»

«Al reconocer que cada creyente es un sacerdote, la iglesia del Nuevo Testamento establecía una total igualdad entre pastores y laicos» (pág. 33).


Una mala comprensión del ministerio

La mala comprensión de estas verdades ocasiona mucho daño, como explica Burrill:

«Debido a que muchos en la iglesia han estado operando bajo una teología incorrecta –que el pastor es el empleado que ha de realizar las labores ministeriales– se ha impedido el cumplimiento de la misión de la iglesia. Los pastores han pensado a veces que deben emplear a los laicos en las labores del ministerio; pero no han estado dispuestos a concederles completa libertad para ejercer dichas funciones; o para permitirles llevar a cabo un servicio significativo. Esto ha ocurrido porque el pastorado ha considerado al ministerio como una actividad, no como un modo de vida, del creyente.

»Como resultado, el pastor imagina programas para poner a trabajar a los laicos. Y en ocasiones dichos programas ni siquiera concuerdan con los dones espirituales de los miembros. Como los miembros no han estado involucrados en la elaboración de dichos programas, no manifiestan grandes deseos de ser parte de ellos. Sin embargo, el pastor necesita la ayuda de ellos. Por lo tanto, predica un sermón acerca de la testificación, haciendo que cada miembro se sienta culpable. Con este pesado fardo de culpabilidad sobre sus espaldas, el laicado se presentará para participar en el programa elaborado por el pastor, y formará parte del mismo hasta que su sentido de culpabilidad se disipe. Más adelante el pastor tendrá que predicar otro sermón para reforzar el mismo complejo de culpa. Nuevamente, algunos pocos fieles se presentan. A la larga, el sentido de culpa se irá desvaneciendo de la mente de los miembros, y habrá de afectar a muy pocos.

»Este método hace que los pastores se desanimen y sientan que los laicos son holgazanes que no quieren colaborar con él. Los laicos, por otro lado, continúan cargando con un pesado y creciente complejo de culpa. Creen que deben involucrarse, pero se sienten cada vez más incómodos con un ministerio basado en la culpabilidad.

»Nos preguntamos por qué se bloquea la obra al repetirse esta situación iglesia tras iglesia. ¿Era esto típico del proceso de testificación en la iglesia primitiva? ¿Implementaban ellos sus programas de testificación intimidando a la gente? ¡Absolutamente no!

»Para ellos, testificar era un modo de vida. Cada creyente tenía un ministerio, y toda la iglesia trabajaba unida reconociendo que cada cual tenía su responsabilidad que cumplir en la obra de Dios. Había un trabajo especial para cada miembro. […] En la iglesia primitiva se consideraba que cada miembro tenía un don espiritual, o una combinación de dones. No todos poseían los mismos dones. Dios concedía suficientes dones a su iglesia para que pudiera obrar apropiadamente. Él encaminaba a los creyentes hacia iglesias específicas tomando en cuenta que determinada persona había recibido el don que dicha congregación necesitaba en determinado momento. Cada creyente era importante y necesario.

»Cuando cada cristiano identifica sus dones y se enfrasca en las labores del ministerio, no hay frustración a causa de que los dones no concuerdan con el servicio. Cada uno es feliz con un ministerio basado en sus dones. Como resultado, la iglesia crecerá en forma natural. Por esa razón es tan importante que cada creyente descubra cuáles son sus dones espirituales. Cuando esto suceda, los miembros no mirarán con desprecio a alguien que tenga un don diferente al suyo. Trabajarán como un equipo para llevar adelante la obra de la iglesia. […]

»Debemos ir más allá del concepto de que el único lugar donde ocurre el ministerio es en la iglesia. El concepto bíblico del ministerio considera la vida entera del creyente como un ministerio. La función de la iglesia es preparar mejor al creyente para su ministerio. Es en ese sentido que la iglesia debe verse como un centro de adiestramiento para el ministerio cristiano» (págs. 34-36).


Un concepto equivocado de iglesia

Burrill sintentiza el modo en que se ha tergiversado históricamente el concepto de iglesia:

«La iglesia cristiana comenzó como un movimiento laico. Ninguno de los primeros discípulos fue entrenado para trabajar como pastor. Todos los dirigentes primitivos eran laicos. Los Doce fueron ordenados para que se dedicaran tiempo completo a la obra del ministerio; sin embargo, seguían siendo laicos, y de ningún modo estaban por encima de los demás discípulos» (pág. 36). Habría que aclarar que tras Pentecostés los Doce (y después Pablo), en cuanto apóstoles, fueron autorizados por Cristo para desempeñar una labor de profetas y comunicar a la iglesia las revelaciones e instrucciones de Dios; a pesar de ello, las decisiones eclesiales se tomaban con la presencia del conjunto de la iglesia (Hechos 15: 12, 22). Es cierto, eso sí, como dice Burrill, que «el Nuevo Testamento ordena un ministerio de tiempo completo, pero no establece la distinción» que es tan marcada hoy entre los laicos y los pastores (págs. 36-37).

«En el Nuevo Testamento, el pastorado estaba compuesto por laicos que dedicaban todo su tiempo a dirigir la obra evangélica. Los laicos eran considerados como los que ejercían el ministerio, mientras que los pastores se consideraban como entrenadores para el ministerio. Sin embargo, debido a que también eran parte del laicado, los pastores también ejercían el ministerio.

»Al avanzar la Edad Media el clero fue gradualmente colocado en un sitial más elevado en la consideración del pueblo, hasta que se desarrolló más plenamente la clase sacerdotal y el papel del laicado se fue limitando a la función de contribuir con las finanzas y observar al clero realizar su ministerio.

»El cristianismo medieval oscureció totalmente la función de los laicos. Como resultado el laicado fue manipulado y usado, pero ya no formó parte integral de la iglesia.

»Estas diferencias de estatus continuaron incluso en el protestantismo. Como resultado, la labor del laicado en la mayoría de las iglesias modernas se ha reducido a servir como espectadores, y su principal función religiosa es la de ocupar un banco en la iglesia los sábados en la mañana. Mientras los miembros hagan acto de presencia los sábados por la mañana, serán considerados miembros de iglesia en regla. Esta idea se hubiera considerado como un anatema en la iglesia del Nuevo Testamento. Ellos no podían imaginar que hubiera cristianos que no estuvieran ocupados en algún aspecto del ministerio.

»En la mayoría de las iglesias de hoy, el pastor realiza la mayor parte de las labores relacionadas con el ministerio, mientras que los laicos son espectadores. Afortunadamente, en algunas iglesias, la integración al ministerio se ha extendido hasta incluir unos pocos laicos importantes. Sin embargo, pocas iglesias han ampliado el campo de acción del ministerio para incluir a todo el laicado. En consecuencia, en la mayoría de las iglesias surgen frustraciones cuando llega el momento de elegir la comisión de nombramientos. Esto sucede porque, aparentemente, muy pocos quieren asumir responsabilidades» (págs. 37-38).

En la conclusión del capítulo, Burrill plantea preguntas muy oportunas:

»¿Será que la Iglesia Adventista del Séptimo Día, que profesa ser la iglesia remanente de Dios en los últimos tiempos, ha heredado inconscientemente conceptos que pertenecen a la Iglesia Católica Romana? ¿Será que poseemos una teología equivocada de la iglesia, y que esta teología la está lesionando en estos últimos días? […]

»Mientras no regresemos al concepto bíblico del laicado en la iglesia, seguiremos en la indiferencia laodicense, y no veremos la obra de Dios terminada. Afirmamos creer que la obra de Dios será terminada por un reavivamiento laico. Si alguna vez hemos de ver la obra de Dios avanzar como debiera, debemos hacer que nuestra iglesia sea nuevamente una iglesia laica. La iglesia entera debe estar involucrada en el ministerio de la iglesia entera. Los pastores deben estimular en forma directa las labores del laicado, y comenzar a preparar a la iglesia para el ministerio total de los laicos. Es tiempo de llamar a todo el laicado para que acuda en auxilio de la iglesia, en la completa restauración de dicho ministerio de los laicos. Ruego a Dios que podamos ver pronto ese día.»



viernes, 22 de octubre de 2010

Michael Pearson en AEGUAE


Publicado también en Café Hispano (Spectrum)

La
Asociación de Estudiantes y Graduados Universitarios Adventistas de España (AEGUAE) ha invitado para la convención de este año a Michael Pearson, vicedirector y profesor de Ética y espiritualidad de Newbold Collage, y Presidente del Centro para la Diversidad de Newbold. Su libro Millenial dreams. Seventh day Adventism and contemporary ethics, de 1990, puede consultarse en Internet.

El título de la convención es “El laberinto moral”. En la presentación de la web de AEGUAE leemos: «Cada día de nuestra vida tomamos decisiones éticas […] en el contexto de un mundo en rápida evolución, donde los valores tradicionales están constantemente cuestionados. También tomamos decisiones como miembros de una comunidad de fe que tiene que crear una respuesta inteligente y vigorosa a tales preguntas. Nuestra comunidad de fe busca orientación a tales cuestiones tanto desde la Biblia como desde sus propias tradiciones e historia. Al final, individual y colectivamente, tenemos que hacernos la siguiente pregunta: ¿Los valores morales de mi iglesia me permiten vivir bien y vivir de manera responsable en un mundo complejo?»

El profesor Pearson «examinará nuestro pasado adventista para ver qué recursos nos ofrece para hacer juicios de valor difíciles hoy en día» y «proporcionará una metodología sencilla para el examen de cualquier cuestión moral, grande o pequeña».

Las convenciones anuales de AEGUAE son desde hace más de treinta años un acontecimiento fundamental para la Iglesia Adventista española. Plantean temas que interesan a no pocos adventistas, pero que difícilmente se tratan en las iglesias locales (especialmente en las más pequeñas). Ofrecen la posibilidad de encuentro de hermanos con inquietudes similares, y los enfoques aportados allí repercuten en las iglesias, donde en ocasiones se sigue profundizando en los asuntos presentados. A través de
Aula7Activa, la editorial digital de AEGUAE, se difunden transcripciones de las propias ponencias y otras publicaciones similares.

Por todo ello, resulta estimulante comprobar que este año la convención aborda cuestiones de ética. A veces el
énfasis escatológico de nuestro mensaje ha desplazado a un segundo plano la dimensión ética del evangelio, o bien la ha reducido a los “temas morales estelares” de la tradición puritana. Como el libro de Pearson aborda fundamentalmente estos temas (sexualidad, aborto, divorcio…) es de esperar que trate sobre ellos en las ponencias, pero satisface comprobar que Pearson también ha reflexionado sobre otros asuntos no menos importantes para nuestra iglesia. Por ejemplo, Spectrum publicó su comentario sobre la lección de la Escuela Sabática del 14 de noviembre de 2009, titulado El poder: Reflexiones sobre Números 16 y 17. No me resisto a reproducir algunos párrafos y añadir destacados:

«Al estudiar la lección de esta semana, muchos de nosotros podríamos pasar por alto las verdaderas preguntas que plantea, porque no reconocemos que tenemos mucho poder, y por lo tanto, suponemos que las preguntas planteadas son para que las respondan otros. Así, podemos hablar del abuso de poder por parte de otros en el ámbito público, en el trabajo, en la iglesia, y posiblemente en contra de nosotros mismos. Cualquier molestia que el estudio nos pudiera producir, será convenientemente evitada. El estudio de la lección puede ser convertido, de esta manera, en un pasatiempo seguro; incluso tal vez en una oportunidad para permitirnos criticar a otros y expresar un poco de auto-compasión.

»Por lo tanto, el punto de partida indispensable para cualquier discusión sobre este tema es el reconocimiento de que la mayoría de nosotros ejerce cierto poder sobre los demás, por muy limitado que sea, o por muy remota la forma de hacerlo efectivo. Los adultos tienen poder sobre los niños. Los hombres tienen poder sobre las mujeres. Los ancianos de iglesia y los pastores tienen poder sobre los miembros de las congregaciones. ¡Los maestros de la Escuela Sabática tienen poder sobre los miembros de la clase! Los gerentes tienen poder sobre los empleados, y los empleadores sobre los trabajadores. Todos estamos, pues, sujetos a la posibilidad de abusar de nuestro poder y de ser corrompidos por él. La influencia es poder. Por ejemplo, la influencia económica que todos poseemos en alguna medida, aunque sólo sea al pagar en el supermercado, es un poder real.

»Para un estudio honesto del tema de esta lección, también debemos admitir que las víctimas de abusos se convierten en victimarios con demasiada frecuencia. Si reconocemos la pertinencia de estas dos afirmaciones, la conversación entrará en un territorio profundamente amenazador. Porque, ¿quién está dispuesto a admitir –en una clase de la Escuela Sabática— que alguna vez podría haber abusado de su poder sobre los demás? ¿Y quién sabe adónde podría conducir este tipo de discusión? […]

»La mayoría de nosotros somos tentados al abuso de poder en contextos muy locales, sin mayor importancia y en gran parte ocultos. La mayoría de nosotros, la mayor parte de las veces, no nos enfrentamos a una lucha moral con respecto a los efectos de largo alcance de nuestras acciones. Más bien nos enfrentamos a menudo a la pregunta: ¿Qué diferencia, si la hubiere, puede causar mi acción en el gran esquema de las cosas? Edmund Burke ofrece una respuesta: “Nadie cometió un error mayor que el que no hizo nada porque podía hacer muy poco”. Y esto plantea una pregunta que se relaciona, la de nuestros pecados de omisión. ¿No somos culpables, en algunas ocasiones, por no protestar, por no rebelarnos? Después de todo, nuestros propios antepasados adventistas fueron, de manera significativa, verdaderos rebeldes.

»Las pirámides de poder están presentes en todas nuestras relaciones humanas. Y tenga por seguro que en este mismo sábado, se llevarán a cabo muchos abusos de poder en todo el mundo en nuestras iglesias, aunque sean pequeños en su mayor parte. Nosotros no somos una excepción en este sentido. El abuso de poder ocurre en todas las formas de organización social, y a menudo se presenta con disfraces respetables. […] La respetabilidad no es garantía contra el abuso de poder.

»Y aquí está el gran enigma para aquellos de nosotros que nos llamamos cristianos y que inevitablemente participamos en varios tipos de estructuras de poder. Seguimos a Aquél que parecía sentirse más cómodo en la presencia de los débiles, los marginados, los niños pequeños, las mujeres maltratadas, los leprosos miserables, los despreciados discapacitados. ¡Jesús aspiraba, según cualquier medida convencional, a no ostentar el poder, y sin embargo es el mayor iconoclasta de todos! Pues bien, ¡aquí hay algo de lo que vale la pena hablar!»

Si Pearson anima a la audiencia de AEGUAE a profundizar en este tipo de reflexiones autocríticas, puede ser una gran ocasión para impulsar las necesarias reformas que, en primer lugar individualmente, y también como colectivo, necesitamos afrontar los adventistas. Una de los desafíos más urgentes es precisamente el de ser conscientes de cómo el mensaje de Jesús supone una subversión de la concepción mundana del poder: frente al dominio del otro, la entrega al otro; entrega voluntaria (motivada por Dios), pero no sometimiento, sino apelación a la conversión.

Como complemento, uno de los talleres (dirigido por Josué Gil, profesor de Filosofía) tratará precisamente sobre la ética de los negocios y las organizaciones, un tema aplicable a nuestra propia organización (y a nuestros “negocios” como iglesia). Otros talleres estarán a cargo de Josep A. Álvarez (profesor del Col•legi Urgell) y tratarán sobre bioética y eutanasia.

Como siempre, el nivel de la convención estará marcado por la participación de los asistentes: las preguntas, las aportaciones, los intercambios, los debates, son una oportunidad de crecimiento personal y grupal. Quiero destacar también que en esta ocasión AEGUAE ha encontrado un alojamiento de precio muy asequible, el
Albergue Juvenil Torre de Alborache. Toda la información está disponible en la página de AEGUAE.

martes, 28 de septiembre de 2010

La Iglesia Adventista y los derechos humanos

Por Jonás Berea (jonasberea@gmail.com)
http://yoestoyalapuerta.blogspot.com/
Publicado también en Café Hispano (Spectrum)


La posición de la Iglesia Adventista del Séptimo Día (IASD) ante los derechos humanos es un tema amplio y complejo, que no pretendo abordar exhaustivamente aquí. Me referiré a algunos ejemplos históricos y actuales, con especial referencia a los derechos de los trabajadores.

Cuando se desarrolló el movimiento adventista en Estados Unidos a mediados del siglo XIX, la perspectiva escatológica del inminente regreso de Jesús no impidió que los primeros adventistas tuvieran una marcada conciencia social. Precisamente algunos de los mensajes destacados desde entonces de forma peculiar por nuestra iglesia están basados en la visión bíblica del ser humano, concebido como unidad inseparable de las dimensiones espirituales, intelectuales y físicas, incluyendo las condiciones de vida material y social (véase Los adventistas y la dignidad humana).

Para los pioneros, la idea de reforma era fundamental: se conoce bien la reforma a favor de la salud, pero a veces se olvida que ésta no debe entenderse sólo como una opción personal, sino también como una propuesta de cambio social. La sociedad y la sanidad contemporáneas han ido dando la razón a aquellos “extremistas” que hablaban de los peligros del alcohol e incluso del tabaco (droga relativamente aceptada en la época), y las legislaciones actuales fomentan su eliminación o limitación, así como la promoción de los alimentos que nuestra iglesia siempre defendió como más apropiados.

El antiesclavismo fue otra de las señas de identidad de muchos de aquellos hermanos, no pocos de los cuales eran militantes abolicionistas, como no podía ser menos en un país en el que hasta 1865 no se abolió legalmente la esclavitud de los negros. Los adventistas, junto a otros cristianos, también fueron pioneros en el movimiento de objeción de conciencia frente a la guerra, negándose a portar y a usar armas. Y ya en 1893 la Iglesia Adventista fundó la Asociación Internacional de Libertad Religiosa (IRLA, en inglés), la organización mundial más antigua en defensa de la libertad de conciencia, concebida ésta no como una reivindicación para los miembros de una confesión o religión concreta, sino como principio sociopolítico que debe garantizar la igualdad de todos los creyentes (y no creyentes) ante las leyes, y la libertad total en el ejercicio de lo que la conciencia dicta a cada uno.

Este espíritu de reforma social se extendía a otros campos, como el de la educación, en el que nuestra iglesia ha promovido siempre una formación global del niño y el joven, que incluya la actividad física y manual, y en la que muchachos de ambos sexos sean educados conjuntamente.


Retroceso histórico

Muchos de estos progresos sociales promovidos por, entre otros, la Iglesia Adventista han sido posteriormente reconocidos y recogidos por las legislaciones más avanzadas y por los documentos internacionales sobre distintos derechos humanos, empezando por la Declaración Universal de 1948. Pero siendo vanguardista en tantos aspectos, resulta triste comprobar cómo a lo largo del siglo XX, en muchas ocasiones, la iglesia fue replegándose en ciertos momentos clave hacia posiciones de retaguardia que negaban las raíces transformadoras del movimiento. En algunos casos han tenido que pasar décadas para que la iglesia reconociera que, frente a ciertas posiciones reaccionarias adoptadas en su momento, lo correcto habría sido tomar partido explícita y valientemente a favor de la justicia y los derechos fundamentales.

Ya con ocasión de la Primera Guerra Mundial el espíritu ultranacionalista y patriótico de la época hizo que algunos en nuestras filas consideraran el acudir al frente como un deber ciudadano, y no como una violación de la ley de Dios. En el caso de la Segunda Guerra Mundial el militarismo todavía penetró más hondamente en nuestro medio, y desde entonces la pertenencia de militares profesionales a la Iglesia Adventista se ha convertido en una situación normalizada en muchas zonas del mundo. En este caso, tristemente, no se aprecia que la tendencia sea hacia la recuperación del espíritu objetor, no combatiente y pacifista de nuestros orígenes, sino todo lo contrario. A ello se añade el silencio o la tibieza frente a guerras de agresión (véase Adventistas ante la guerra y la paz).

En lo que concierne al nazismo sí que ha habido reconocimiento de culpa. La mayoría de los adventistas alemanes no sólo callaron ante uno de los regímenes más abominables de la historia, sino que incluso practicaron infamias como cambiar el nombre de la Escuela Sabática por evitar la posible asociación con los judíos, borrar de la iglesia a hermanos de origen judío y exaltar en sus publicaciones al Führer y la ideología racista. Sólo seis décadas después, cuando todo el mundo había condenado moralmente aquel régimen, se emitió un comunicado oficial pidiendo perdón por aquellas vergüenzas.

Aparte de algunas honrosas excepciones, ante la reivindicación pacifista de derechos sociopolíticos por parte de los negros de Estados Unidos en las décadas de 1950 y 1960, la posición oficial de las IASD fue como mínimo de distanciamiento, cuando no de condena por considerar que se trataba de un movimiento “radical”. Han tenido que pasar décadas para que se reconozca explícitamente el valor y el ejemplo de aquellos hermanos que en su día, frente al abandono o el rechazo de los dirigentes, lucharon por la igualdad política de los negros y los blancos. La Adventist Review destaco hace pocos años algunos casos, como el de los cuatro jóvenes estudiantes que, pese a que en la iglesia se les dijo que su conducta era pecaminosa por participar en acciones seculares y mundanas, se unieron a la marcha por los derechos de los negros en 1965, y defendieron que las iglesias adventistas del sur del país fueran interraciales y no segregadas, como era la práctica común. O el de Terrence Roberts, el único adventista de los “Nueve de Little Rock”, un grupito de estudiantes que desafiaron a la multitud racista y violenta que quería negarles el derecho de asistir a un centro educativo por ser negros; decepcionado por la incapacidad de nuestra iglesia “de avanzar más rápido en las cuestiones raciales”, y aun reconociendo el trabajo que ya se hace (basado en los valores de nuestro mensaje), afirma: “Me gustaría decir que el mensaje de Jesús (tal como lo entiendo) es que debemos implicarnos en los asuntos de justicia social. Tenemos que preocuparnos por la gente de nuestra sociedad a quienes, por culpa de las fuerzas opresivas, no les va bien. Parece que eso es lo que hacía Jesús”. Y concluye: “Cuando miro alrededor y veo la injusticia, no puedo imaginarme afrontar el asunto sin implicarme. No creo que un cristiano […] pueda permitirse permanecer neutral.”

Estos procesos históricos resultan hoy incómodos de recordar para un adventista, pero contienen importantes lecciones para nosotros. Es necesario mirar de frente a nuestro pasado, sin edulcorarlo, a fin de no repetirlo. Y cabe preguntarse: ¿Estaremos hoy como iglesia callando ante situaciones de agresión a la dignidad humana? Si Cristo no viene antes, ¿llegará un momento en que, con perspectiva histórica, tengamos que emitir comunicados condenando lo que hicimos o dejamos de hacer en su día? Y si Cristo viene, ¿qué nos reprochará en ese sentido (véase Mateo 25: 31-46)?

Gracias a Dios, en el campo de la dignidad y los derechos humanos hay actuaciones oficiales que se orientan en la línea del evangelio: la IRLA sigue defendiendo la libertad de conciencia de toda persona; la Agencia Adventista para el Desarrollo y los Recursos Asistenciales (ADRA) no se limita a tareas asistenciales, sino que promueve el desarrollo integral de las personas y de su entorno socioeconómico… Pero hay campos en los que da la impresión de que caminamos hacia atrás. Por ejemplo, el militarismo creciente, ya mencionado. En otros casos, parece que tenemos que esperar a que un asunto se ponga “de moda” o quede institucionalizado a escala regional o global, para que la IASD se posicione claramente en esa cuestión. Entonces nos sumamos (y hacemos bien) al “día internacional contra…” o a campañas a favor de algún derecho básico. En lugar de haber sido pioneros (como lo hemos sido en otros ámbitos), aun teniendo las bases espirituales y teóricas para serlo, parecería que nos subimos al tren de la dignidad cuando éste ya está en marcha. Quizá nos haya ocurrido esto en asuntos como el cuidado del medio ambiente o la defensa de las mujeres maltratadas, por ejemplo. Resulta tan triste como necesario tener que reconocer que en ocasiones los estándares éticos y normativos “del mundo” son más elevados que los de la iglesia, bien nos refiramos al nivel teórico, bien al práctico. Al menos hemos aprendido que, en cuanto a la dignidad humana se refiere, podemos participar (individual e incluso institucionalmente) en iniciativas y campañas promovidas por otros, siempre que no transgredan los principios bíblicos.


Dignidad y derechos de los trabajadores

Un ámbito peculiar es el de la dignidad de los trabajadores. La IASD nació en el siglo XIX, cuando, con ocasión de la revolución industrial, el gran capital se configuró como el poder definitivo, y millones de obreros se vieron sometidos a condiciones de trabajo inhumanas. En este contexto, el movimiento obrero surgió, parafraseando a Marx, como un espectro que se cernía sobre Occidente. Este ambiente revolucionario y violento, con huelgas ilegales y salvajes (que no tienen nada que ver con las civilizadas huelgas de hoy en los países occidentales, reconocidas en las constituciones y en condiciones pactadas con los gobiernos), es en el que debe comprenderse la visión tan negativa que algunas citas de Ellen G. White ofrecen sobre las organizaciones sindicales y su acción social (véase el imprescindible artículo “Las cuestiones sindicales y la iglesia” en el número 20 de la revista Aula 7, págs. 14-19).

A pesar de los cambios históricos que desde entonces han tenido lugar, estas citas descontextualizadas se han blandido absurdamente durante décadas para justificar una posición actual sobre los derechos laborales y las organizaciones de trabajadores. Pero muchos hermanos no saben que también en este punto la iglesia se ha pronunciado oficialmente modificando los estereotipos anacrónicos arrastrados durante tanto tiempo. Así, la declaración Los adventistas del séptimo día y los sindicatos, emitida por el Departamento de Libertad Religiosa de la Iglesia Adventista del Séptimo Día, y aprobada por el Consejo Ejecutivo de la División del Pacífico Sur el 22 de mayo de 2003, aun manteniendo las cautelas necesarias con respecto a la libertad del trabajador de no sentirse coaccionado a pertenecer a organización alguna, o aun advirtiendo sobre “el peligro de que los sindicatos puedan ser también usados como fuerzas de control y de opresión”, reconoce que, “la manera de actuar de los sindicatos y las organizaciones laborales varía enormemente” y que “en muchos países, se han constituido en una parte natural del proceso negociador”.

Es más, se entiende que “la explotación y opresión de los trabajadores han sido factores decisivos que contribuyeron al desarrollo de los sindicatos en los siglos recientes”, y se valora “el positivo impacto que algunos sindicatos han tenido en crear y consolidar el sistema de asistencia social para los débiles y los pobres, «el extranjero, el huérfano y la viuda» (Deut. 24: 20) de las modernas sociedades del bienestar. Hoy muchas personas disfrutan de los beneficios aportados por el movimiento sindical aun cuando no hayan participado en el proceso”. Este último punto resulta especialmente interesante, pues induce a pensar que si los adventistas hubiéramos participado más en la defensa de los derechos de los trabajadores, desde nuestra convicción en el derecho supremo a la libertad y la dignidad humanas y partiendo de nuestros principios no violentos, habríamos podido aportar nuestro esfuerzo a algo que hoy reconocemos como positivo: el disfrute de un nivel de vida más digno por parte de algunos trabajadores. La declaración reconoce que “esta positiva influencia” de las organizaciones obreras “ha contribuido a una libertad mucho mayor para muchas personas”, por lo que “los miembros individuales tienen el derecho de escoger si desean unirse o no a un sindicato.”

Ese mismo año, el Concilio Anual de la Asociación General de la Iglesia Adventista del Séptimo Día, celebrado el 14 de octubre de 2003 en Silver Spring (Maryland, EE.UU.), votó la declaración Pautas para las relaciones entre empleadores y empleados, en la que se lee:

Los consejos de Elena White sobre las relaciones empleador-empleado se arraigan en situaciones históricas de su tiempo y en una comprensión profética de las condiciones sociales y económicas en el futuro. Ella dio severas advertencias sobre las prácticas de los sindicatos de su tiempo. Se oponía radicalmente a las intromisiones en la conciencia de los individuos o a la interposición de obstáculos a la misión de la iglesia. Algunos señalarían que la situación es hoy notablemente diferente. En la medida en que las cosas son distintas, se necesita un cuidadoso discernimiento a la hora de identificar y aplicar los principios sobre los cuales se asientan sus consejos.”

A continuación se destacan algunos principios y valores, como que “el ambiente de trabajo no debe deshumanizar a las personas. Los empleados deberían tener acceso a procesos de consulta y discusión genuina sobre los asuntos que afectan a su trabajo y a la manera de conducirse del negocio o de la industria donde emplean sus talentos y habilidades (1 Rey. 12: 6,7; Mar. 10: 42-45; Fil. 2: 3-8)”. Igualmente, “los cristianos deben abstenerse del uso de la violencia, la coerción o cualquier otro método incompatible con los ideales cristianos como instrumentos para el logro de metas sociales o económicas. Tampoco deberían los cristianos prestar su apoyo a organizaciones o empleadores que recurran a dichas acciones (2 Cor. 6: 14-18; 10:3)”, y “los empleadores de la Iglesia Adventista del Séptimo Día deben apoyar y demostrar libertad de conciencia, así como salarios y condiciones de trabajo justas, igualdad de oportunidades, justicia e imparcialidad en todo (Luc. 10: 27)”.

También establece que “a fin de cumplir su misión divina, la Iglesia Cristiana del Séptimo Día se abstiene de alinearse con o apoyar a organizaciones políticas. Se insta a los miembros de iglesia a que preserven y protejan su propia libertad e independencia de alianzas que puedan comprometer los valores y el testimonio cristianos”, y recoge una cita de Ellen G. White (Testimonies, t. 7, pág. 84): «Hemos de usar ahora todas las capacidades que nos han sido confiadas en dar el último mensaje de advertencia al mundo. En este trabajo hemos de preservar nuestra individualidad. No hemos de unirnos con sociedades secretas ni con sindicatos. Hemos de permanecer libres en Dios, mirando constantemente a Cristo en busca de instrucción. Debemos hacer todos nuestros actos desde la comprensión de la importancia del trabajo que ha de ser llevado a cabo para Dios». Por supuesto, como se afirma en la misma declaración, White se refiere aquí a “los sindicatos de su tiempo”, que eran diferentes a los del nuestro en aspectos fundamentales.

De estos principios se desprende una reflexión: Obviamente, sería absurdo que la IASD, tanto hoy como hace ciento cincuenta años, se vinculara a un sindicato o un partido político. Pero eso no debería impedir que como iglesia se pronunciara sobre cuestiones sociopolíticas, especialmente las que afectan a la dignidad y los derechos fundamentales del ser humano (ya se hace oficialmente, de hecho; véase las listas de declaraciones oficiales y de pautas u orientaciones oficiales). La iglesia debe proclamar ante la sociedad el valor infinito de cada vida humana y la libertad e igualdad inalienables de todas las personas, sin miedo a ser asociada con colectivos sociales muy distintos a nuestra misión (incluso opuestos a ella) que enarbolen las mismas causas.

Hace dos mil años un “radical” escribió: “Ya no hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay varón ni mujer; porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús” (Gálatas 3: 28). Este ideal “en Cristo”, este principio básico para la iglesia, ha recorrido la historia de Occidente y ha sido adoptado como enseña, también en su dimensión laica, por los más variados movimientos a favor de los derechos humanos. ¿Abandonaremos los adventistas estos ideales porque otros colectivos los hayan adoptado? Aunque somos conscientes de que el mundo deriva hacia un cataclismo moral, político, económico y social, no por ello nos resignaremos a aceptar la injusticia, la opresión o la discriminación, sino todo lo contrario. Jamás trataremos de imponer, y menos por la fuerza, los principios bíblicos, pues la imposición es la negación del evangelio. Pero debemos aprovechar toda oportunidad de defender al débil, aun en contextos sociales en que esté “mal visto”.


Defensa de los desfavorecidos

La IASD reivindica el valor permanente de los principios revelados por Dios en el Antiguo Testamento. Considerando superado el marco teocrático en que se establecieron, creemos que los valores relacionados con la salud, la alimentación, el medio ambiente o el trabajo siguen siendo válidos. Por supuesto, han sido profundizados y ampliados por Jesús y los apóstoles, pero no abrogados. De ahí que el clamor por la justicia social y la defensa de los explotados que encontramos en los profetas del antiguo Israel siga siendo una exigencia ética de la iglesia actual. Debidamente contextualizadas, la iglesia debe proclamar las palabras del Señor: “Vosotros habéis devorado la viña, y el despojo del pobre está en vuestras casas” (Isaías 3: 14). “¡Ay de los que decretan leyes injustas, y escriben tiranía que ellos han prescrito, para apartar del juicio a los pobres, y para quitar el derecho a los afligidos de mi pueblo; para despojar a las viudas, y robar a los huérfanos!” (Isa 10: 1-2). “Vendieron por dinero al justo, y al pobre por un par de zapatos: […] codician aun el polvo de la tierra sobre la cabeza de los pobres, y tuercen el camino de los humildes” (Amós 2: 6-7).

El mensaje de Jesús está impregnado de la misma reivindicación del débil y de la consiguiente responsabilidad del rico (Lucas 6: 20, 24). Y la carta de Santiago presenta un panorama de lo más actual, con advertencias si cabe más contundentes que las de los profetas: “¡Vamos ahora!, los que decís: ‘Hoy y mañana iremos a tal ciudad, estaremos allá un año, negociaremos y ganaremos’, cuando no sabéis lo que será mañana. Pues ¿qué es vuestra vida? Ciertamente es neblina que se aparece por un poco de tiempo y luego se desvanece. En lugar de lo cual deberíais decir: ‘Si el Señor quiere, viviremos y haremos esto o aquello’. Pero ahora os jactáis en vuestras soberbias. Toda jactancia semejante es mala” (Santiago 4:13-16).

Santiago no condena la realización de negocios, sino la actitud de soberbia con que se llevan a cabo, sin querer reconocer que toda bendición procede de Dios, y que sin esa perspectiva trascendente cualquier ganancia es pura vanidad. De ahí que a continuación advierta: “El que sabe hacer lo bueno y no lo hace, comete pecado” (v. 17). Y seguidamente detalla que lo bueno que han dejado de hacer es básicamente el tratamiento justo a los empleados, agravado por el contraste con su propio estilo de vida lleno de placeres: “¡Vamos ahora, ricos! Llorad y aullad por las miserias que os vendrán. Vuestras riquezas están podridas y vuestras ropas, comidas de polilla. Vuestro oro y plata están enmohecidos y su moho testificará contra vosotros y devorará del todo vuestros cuerpos como fuego. Habéis acumulado tesoros para los días finales. El jornal de los obreros que han cosechado vuestras tierras, el cual por engaño no les ha sido pagado por vosotros, clama, y los clamores de los que habían segado han llegado a los oídos del Señor de los ejércitos. Habéis vivido en deleites sobre la tierra y sido libertinos. Habéis engordado vuestros corazones como en día de matanza. Habéis condenado y dado muerte al justo, sin que él os haga resistencia” (5:1-6).

Este panorama socioeconómico de explotación, común a toda la historia de la humanidad, cobra un sentido especial en nuestros días, cuando la acumulación de capital por parte de unos pocos contrasta con la angustiosa miseria de la gran mayoría. El capitalismo actual, de mano de sus principales actores (las grandes compañías multinacionales y las mafias globales), se ha convertido en un sistema de saqueo y extorsión del hombre por el hombre: intermediarios que succionan el sudor de familias enteras que, tras duros meses de trabajo, sólo obtienen una miseria a cambio, pues los mercados internacionales sólo entienden de “competencia”; millones de niños esclavos, a veces apartados de sus familias, realizan duras tareas mineras e industriales por un salario miserable, o por ninguno; redes de tráfico de personas compran y venden mujeres, niñas y niños para que se abuse de ellos, engrosando las cuentas corrientes de respetables hombres de negocios; los derechos sociales y laborales son recortados drásticamente con excusa de la crisis económica global (en el contexto más amplio, y más angustioso, de restricción global de las libertades individuales y sociales)... El propio pasaje de Santiago considera este panorama de explotación como señal de la segunda venida de Cristo: «Por tanto, hermanos, tened paciencia hasta la venida del Señor […] Afirmad vuestros corazones, porque la venida del Señor se acerca. […] El Juez ya está delante de la puerta» (Santiago 5: 7-9).

Ahora bien, de ningún modo este panorama invita a la pasividad. Si algo caracteriza al cristianismo genuino es la búsqueda de la justicia. El propio Santiago ofrece una de las definiciones más prácticas y solidarias de nuestra fe: «La religión pura y sin mancha delante de Dios el Padre es ésta: visitar a los huérfanos y a las viudas en sus tribulaciones y guardarse sin mancha del mundo» (Santiago 1: 27), y anima en su carta a desarrollar una fe dinámica que se traduzca en obras (2: 14-26). Mientras esperamos el inminente regreso de Cristo, nuestra tarea es esforzarnos por llevar un estilo de vida acorde con nuestros ideales, y posicionarnos claramente contra la explotación del hombre por el hombre.