viernes, 25 de marzo de 2011

Anarquía y Apocalipsis

Por Charles Scriven
(http://yoestoyalapuerta.blogspot.com/
)

A la espera de poder leer y valorar personalmente el libro de Osborn, ofrezco la traducción del artículo The Blueprint Controversies…Please!, del 1 de febrero de 2011. Se ha añadido un enlace. Esta traducción se publica también en Café Hispano (Spectrum). Jonás Berea.
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El campo visual de la “nueva” vieja devoción está incompleto.

Las publicaciones oficiales muestran sin lugar a dudas que la vieja devoción propia del periodo comprendido entre los años 20 y primeros 60 está reforzando su dominio sobre la cultura adventista. Avivada por frases hechas (palabras como “ferviente”, expresiones como “reavivamiento y reforma”, frases como “¿Cuántos de vosotros creéis que estamos viviendo en los mismísimos últimos días de la historia de este mundo…?”), esta devoción es positiva en alguna medida. El reavivamiento es bueno. La reforma es buena. Son buenos un sentido de urgencia en relación con los tiempos, y una desconfianza hacia lo meramente popular (asuntos ambos centrales en la predicación del pastor Ted Wilson).

Pero la devoción de los años 20-60 nunca llevó hacia la visión moral de Jesús y los profetas, y los herederos de esa devoción no son conscientes de cómo esa visión moral se encarnó en el testimonio de los pioneros de la iglesia. Incluso los dirigentes de la iglesia, por lo visto, han olvidado la historia de los pioneros adventistas.

Anarchy and Apocalypse (Anarquía y Apocalipsis) es una de las diversas fuentes disponibles para recuperar la historia. Pero al margen de cuánto conozca uno ya, emprender el viaje que Ron Osborn propone aquí le puede suponer un gran esfuerzo: ofrece una visión radical situada en el contexto de otras visiones radicales, y difiere significativamente de lo convencional en el adventismo.

El libro quizá te sorprenda, pero seguro que te convence de que el debate sobre nuestro legado merece una posición destacada en el seno de nuestra iglesia. Cuando adventistas influyentes, tanto entre los laicos como entre los ministros ordenados, asumen que su posición (aunque ignore rasgos muy importantes de nuestra historia) es la correcta, lo menos que podemos hacer es dirigir una nueva mirada a nuestro legado. Y una cuestión relacionada con esto sobre la que debemos insistir es si el mejor proyecto para el adventismo del futuro es el adventismo de los años 20-60, o el adventismo de los pioneros.

Nadie puede afirmar de forma convincente que son lo mismo. Cuanto más sabemos sobre los pioneros, menos en sintonía parece el adventismo contemporáneo (me refiero a la interpretación dominante sobre quiénes somos) con el adventismo original. Muchas palabras y frases de uso común hoy proceden de Elena White, pero representan sólo un aspecto de su visión. Es más, dejan a un lado gran parte de la sustancia real de la Escritura.

El libro de Osborn es una razón más para saber que esto es verdad. El autor, un estudiante de doctorado en la Universidad del Sur de California infatigablemente curioso, ha recopilado aquí una variada gama de ensayos, la mayoría breves y siempre provocativos. Tratan sobre la historia del adventismo, el pacifismo de Bonhoeffer y el discurso de aceptación del Premio Nobel de Barack Obama (fallido, según Osborn). Ofrecen una interpretación sobre la política en ambos testamentos de la Escritura, analizan varias lecturas de la Ilíada de Homero, exploran las reflexiones de Elie Wiesel sobre Dios y el sufrimiento humano. Pero el tema central, en cualquier caso, es nítido y fascinante: Dios, la política y la violencia.

Aunque Anarchy and Apocalypse está dirigido a lectores de lo más variado, el uso ilustrativo de la historia adventista por parte de Osborn hace que el libro sea especialmente indicado para nosotros. Osborn reivindica que nuestros antepasados ejemplifican expresiones de la fe cristiana tan profundamente admirables como (algo más tarde) profundamente preocupantes.

Cualquiera que considere el adventismo políticamente insulso puede ser excusado por ello: no hace tanto tiempo, la Review and Herald editorializaba contra (!) la participación en el Movimiento por los Derechos Humanos. Pero en este libro encontramos el argumento de que, lejos de ser insulsos, los pioneros adventistas eran más radicales en política que Henry David Thoreau, o que el posterior y ahora más conocido Martin Luther King.

Los pioneros eran “disidentes políticos”. Su presunto “apoliticismo” era en realidad un desafío a los poderes establecidos, un desafío comparable –argumenta Osborn– al famoso punto de vista “anarquista” por el que Noam Chomsky es famoso hoy. Los pioneros se alinearon con el abolicionista William Lloyd Garrison y promovieron la resistencia contra la Ley Estadounidense de Esclavos Fugitivos. Rechazaron llevar armas y protestaron contra el imperialismo durante la guerra de Estados Unidos contra España. Es más, apoyando a Elena White defendieron una pasión, no sólo por la libertad individual, sino también por la “justicia distributiva basada en la teología del Jubileo sabático”. Elena White declaró –sus palabras son contundentes como un mazo, o así lo parecen hoy– que las leyes de Dios “estaban diseñadas para promover la igualdad social”.

Durante la vida de la señora White, la visión de los pioneros no fue de modo alguno singular y uniforme. Como señaló Jonathan Butler en 1974 (siendo estudiante universitario), la relación de los adventistas con la república estadounidense pasó por varias fases. Pero estas fases tenían en común su sabor “anabaptista” o de “Reforma radical”: la afirmación de Osborn de que los primeros adventistas se veían a sí mismos “en tensión fundamental con la sociedad y el estado” está totalmente justificada.

Pero todo esto cambió. En un capítulo sobre “La muerte de una iglesia de paz”, el autor señala cómo desde el momento en que Elena White murió en 1915, “el ethos anabaptista de la primera iglesia fue rápidamente minado”. Para el tiempo de la Guerra del Vietnam se había producido “un espectacular giro en la identidad histórica del adventismo”. El adventismo se había desplazado desde el testimonio profético a un tipo de patriotismo cómplice. Esperamos que algún día llegue la persecución por parte del estado, pero mientras tanto nos sentimos cómodos con el nacionalismo del día a día.

La voz profética es hoy apenas un suspiro. No es que, por supuesto, toda esa tradición adventista esté muerta. El llamado actual al reavivamiento y a la reforma se hace eco de llamados anteriores, incluido el del que fue presidente de la Asociación General hace unos cuarenta años, Robert Pierson. La que está muerta, o al menos moribunda, es la tradición adventista anterior a 1915. En lo que se refiere a testimonio auténticamente profético, a la mayoría de los adventistas la visión anterior les parece como polvo de tiza, borrado hace tiempo de la pizarra de la memoria.

Quizá no tanto. Roy Branson y sus alumnos, el historiador Doug Morgan (en quien se apoya el autor de Anarchy and Apocalypse), y ahora Ron Osborn, una joven voz profética, se alzan para confrontar el aparentemente irresistible deslizamiento del adventismo hacia una forma de devoción superficial y de algún modo tranquilizadora. Para los lectores adventistas, el libro de Osborn es, de hecho, un llamado a desterrar el olvido, y a considerar si una “fe” que se siente cómoda con el actual orden político se puede considerar adventista en absoluto.

El último capítulo del libro (el más largo) comienza con un epigrama de Abraham Joshua Heschel: “La señal de Caín en el rostro del hombre ha conseguido eclipsar la semejanza a Dios”. Este diagnóstico surgió de la vergüenza y la consternación de Heschel ante la Shoah en la Alemania nazi, los pogromos de la Europa del este y muchos otros legados sangrientos del siglo XX. La imagen de Dios, venía a decir, ha sido mancillada hasta tornarse la señal de un asesino. (Los lectores adventistas informados no pueden pasar por alto cómo este lenguaje conecta con el de Elena White, quien por supuesto vio la obra de la redención como una restauración de la imagen divina que Satanás había logrado “corromper”).

El capítulo prosigue planteándose la verosimilitud de la justicia divina ante el sufrimiento humano. Principalmente a partir de la reflexión sobre los escritos de Elie Wiesel, Osborn desarrolla el argumento de que los esfuerzos para defender a Dios en este asunto mediante medios racionales, en última instancia son fallidos. Sugiere, de hecho, que esos esfuerzos son en realidad “demoníacos”.

¿Cómo puede ser? Nunca se pueden enfrentar del todo las objeciones a la justicia de Dios, lo cual es bastante malo. Y lo que es peor, los argumentos (aunque viciados) que parecen resolver la cuestión nos invitan a sentirnos demasiado a gusto con cómo son las cosas. Como escribe Osborn: “Si somos capaces de explicar la Shoah, somos capaces de aceptarla”.

Todo esto puede darse por no encontrar “respuestas” en la Escritura, sólo gritos (desde la fe) de frustración e ira. A fin de cuentas, uno puede convivir con aquello que puede aceptar. Para la mente bíblica, la verdadera humanidad significa rechazo –un rechazo total e inequívoco– de la aceptación, la resignación, la pasividad. Para que la imagen del Creador sea restaurada en nosotros, cualquier retirada escapista o irresponsable debe evaporarse por completo. Para reflejar la imagen de Dios, Osborn sugiere que los seres humanos deben defender la vida humana, y protestar cuando la “santidad” de la vida sea “violada”.

Si nuestra semejanza a lo divino es “borrada casi por completo” –una expresión que tomo de Elena White–, es difícil defender a Dios: ¿Dónde se hallará la imagen divina? ¿Cómo defender este caso? Ésa es la razón por la que, en un mundo violento en el que la marca de Caín oscurece la imagen divina, no es sorprendente el “eclipse” de Dios (así lo llamaba el filósofo judío Martin Buber).

Lo que ocurre, en parte, es que Dios (como propone Martin Buber y destaca Osborn) simplemente hoy guarda silencio; en la Biblia hebrea, escribe Buber, “el Dios vivo no sólo es un Dios que se revela, sino también un Dios que se oculta”.

Ése es un pensamiento difícil, pero, en cualquier caso, los eclipses son temporales. Y si la luz divina puede volver a emerger, quizá lo haga a través de la reaparición de la imagen divina. Osborn así lo insinúa, y ello es digno de consideración. Si la “obra de salvación” –otra expresión que tomo de Elena White– de algún modo restaura la imagen de Dios en nosotros, el que abracemos esa salvación podría contribuir a repeler las tinieblas. Dios de algún modo debe ser tangible, y ¿qué mejor manera de hacer a Dios tangible que por medio del amor divino hecho visible en nosotros?

La pasividad, por lo visto, es la máxima traición a Dios. Cuando nuestro testimonio ya no es “profundamente subversivo” contra los poderes dominantes (contrarios al amor), ya no merece el nombre de testimonio cristiano. Pero tan pronto como relacionas las palabras de Elena White sobre la restauración de la “imagen” de Dios con la lucha de nuestros pioneros por ser una verdadera “iglesia de paz”, te das cuenta de repente de que la historia del adventismo proporciona el impulso para dar un testimonio que sea realmente importante: nos puede motivar a un amor radical (y por tanto bien visible y potencialmente persuasivo).

Pero tienes que recordar la historia.

El pastor Wilson, en su sermón de diciembre a la Generación de Jóvenes para Cristo, se quejó de que haya quienes piensan que la obra de Elena White “podría tener cierto valor devocional”, pero por otro lado la ponen en entredicho por tener una “perspectiva limitada al siglo XIX”.

Como todo autor del Nuevo Testamento sabía –y todos nosotros debemos saber–, la fidelidad a una tradición viva no consiste en una reproducción mecánica de la misma. Los pioneros crecieron en comprensión, de modo que una simple vuelta atrás es una traición. Aun así, el pastor Wilson tiene razón en que si reducimos a Elena White (o a los pioneros en general) a un estatus meramente “devocional”, la marginamos y traicionamos su legado.

La ironía es que, con su fracaso en comprender la historia completa del adventismo primitivo, son los propios defensores de la devoción de los años 20-60 quienes están marginando la visión adventista propia del siglo XIX. Pero por supuesto todos nosotros cargamos al menos con alguna responsabilidad por haber perdido la conexión con nuestros predecesores. Si realmente quisiéramos un reavivamiento y una reforma, todos estaríamos tratando de solucionar el problema.

Con ese libro, Ron Osborn ha ofrecido una contribución magnífica y maravillosamente provocativa a ese fin.

Anarchy and Apocalypse está publicado por Wipf y Stock/Cascade Books y puede solicitarse aquí.

2 comentarios:

  1. Sr. Osborn, eso de que “los pioneros adventistas eran más radicales en política que Henry David Thoreau, o que el posterior y ahora más conocido Martin Luther King”. Choca con la realidad histórica. No creo que se pueda equiparar la actitud de Thoreau con la de los pioneros adventistas. Thoreau dejó clara su postura en la época en que EE. UU. anexionaba los territorios de lo que fuera otrora Nueva España, cuando aun la moneda corriente de los USA era el Real de a ocho, acuñado en México. Pasados casi veinte años los pioneros ¿más radicales que Thoreu?, Jaime White y Kellogg participaban en las recolecta de fondos para mandar hombres a la guerra de secesión.

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  2. Este blog no está activo; tiene continuidad en el siguiente blog:

    https://jonasberea.wordpress.com/

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